«‘¿Qué quieres?’. ‘Ver cómo eres por dentro’». El terrorífico fragmento de guion ha sido también demoledor para un género que, desde que se pronunciaron en una pantalla de cine esas palabras, no ha vuelto a ser el mismo. En 1997 Wes Craven estrenaba Scream y, sin pretenderlo, el cine de terror tomaba una deriva que aun hoy perdura; la de películas pensadas por y para adolescentes, donde el miedo es más un golpe de sonido que una sagaz artimaña psicológica, donde la provocación y la transgresión cedieron el paso a lo políticamente correcto.
En esta idea se enhebra el discurso del director Nacho Vigalondo cuando ayer afirmó a Efe que el cine fantástico «está dando un pasito atrás», a pesar de lo cual «todos los años surgen dos o tres producciones que se salen por la tangente y triunfan». Aun así, dijo categórico, «si se estrenaran hoy El exorcista o La semilla del diablo, serían cine marginal». El realizador de Los cronocrímenes no va desencaminado. Que las dos películas más serias –y objetivamente inquietantes– de este año –La invitación y La bruja– hayan tenido serios problemas de distribución y se ofrezcan, en la mayoría de los casos, en versión original subtitulada redundan en la idea que anima estas líneas.
Otro caso emblemático, y muy reciente, es el experimentado por el filme El infierno verde, del norteamericano Eli Roth. Exhibida en festivales en 2013, ha tenido que esperar la friolera de tres años para encontrar distribución en España. Y cuando lo ha logrado, sólo se han puesto en circulación dos copias, en sendos cines de Madrid y Barcelona, respectivamente. En su contra, el desenfreno hemoglobínico y la violencia extrema de una cinta sobre caníbales que logra, al menos, uno de los objetivos básicos de cualquier producción de horror que se precie, incomodar al espectador. Parecido periplo experimentó la película Las brujas de Salem (2012), una de las obras más vitriólicas de Rob Zombie, que tuvo que aguardar dos años para que alguien decidiera estrenarla y que, a nuestro país, solo llegó a las capitales citadas anteriormente.
«El cine de está hoy polarizado: o se ruedan películas para grandes masas de público o pequeñísimas producciones que no dejan beneficios a nadie», explicó ayer Vigalondo. En los años 90, continuó, «el cine fantástico tenía una connotación rompedora, y eso se reflejaba en taquilla. Que hoy se hiciera una película como Acción mutante me parece imposible, dado el estado general del cine español».
La histeria, la tentación, el pecado y el fanatismo son los ejes que vertebran uno de los estrenos del año –actualmente en cartelera–, La bruja (2015), del debutante Robert Eggers. Ambientada en una de las primeras colonias americanas en Nueva Inglaterra en el siglo XVII, el filme, por medio de un esmerado uso de la fotografía y la banda sonora, consigue crear un clima de absoluta opresión que desemboca en un clímax perturbador. Que el escritor Stephen King la haya diagnosticado como la única película que ha conseguido aterrorizarle en mucho tiempo, por más que suene a marketing debidamente pagado, puede tener bastante de cierto. «¿Por qué La bruja puede ser la mejor película de terror de la década?» se interrogaba en un gran titular la revista Vogue al respecto de un título que salió vencedor en Sundance.
Para el realizador Koldo Serra, «da igual la calidad de la cinta de terror que tengas en las manos, hoy es más fácil estrenar fuera de España que dentro, y mantener una película de estas características una semana en las salas se considera un fracaso». Entiende Vigalondo que hoy el cine necesita del respaldo de las televisiones, pero le parece que «las teles no están muy dispuestas (a apoyar el cine de género)».
El ejemplo de lo que pasa, apunta el autor de Gernika, que se estrenará en septiembre, es Magical girl (Carlos Vermut, 2014): «Si hace 20 años una película consigue ganar en el Festival de San Sebastián y se proyecta en todas partes del mundo, y es un éxito en Francia y en Japón, ya te podías retirar; hoy, su responsable Carlos Vermut sigue viviendo en casa de sus padres».