Facebook Twitter WhatsApp Linkedin
Actualizado: 02 mar 2023 / 17:48 h.
  • Foto: Luis Serrano.
    Foto: Luis Serrano.

Parece mentira que Antonio Rivero Taravillo tenga ya 60 años. Y lo parece porque, escritor y traductor versátil como ha sido siempre, sigue disfrutando como un joven de todo lo que produce, que es la única manera de arrojar luz a sus lectores. Ahora, después de un fructífero año 2022 en el que publicó aquella novela enciclopédica titulada 1922 –año en el que resucitó la literatura europea- además de Los hilos rotos (I Premio Ciudad de Lucena Lara Cantizani), la colección Vandalia de la Fundación José Manuel Lara -dirigida por Jacobo Cortines- le ha publicado una generosa antología de su poesía de temática irlandesa, una tierra y una cultura, la céltica, que Taravillo conoce tan bien. “Yo no sabría explicar el porqué de esta fascinación por Irlanda”, explica el autor en una nota al final de Suite irlandesa, “pero tiene mucho que ver la música, bellísima, y una manera mía de combatir la fealdad del mundo siguiendo un camino propio, e insólito en mi entorno, como una senda de rebeldía”. Y añade: “También pesa en esto la riquísima literatura, el paisaje, el carácter y, fabulación de iluso, hasta creer en broma pero en serio que mi apellido materno procede de Tara, la colina en la que eran coronados los reyes de Irlanda”.

En rigor, todo eso pesa en el poemario y de todo ello beben los centenares de poemas que lo componen: los primeros, compuestos justo antes de la pandemia, durante la última estancia del escritor en Dublín; el último (“La reina Maeve”), un texto inédito escrito en el otoño de 2021 y que actúa como colofón del sentido que adquiere todo el libro como viaje espacial y temporal; y en medio, una antología de poemas de todo signo y condición escritos a lo largo y ancho de estas últimas décadas, en los que encontramos desde sonetos hasta esa libre versificación que en unas ocasiones continúa recurriendo al endecasílabo y en otras al haikus y al aforismo, subgéneros tan bien empleados por un escritor bregado en las intertextualidades no solo de la cultura del viejo mundo.

El país que amas ya no existe, / o acaso nunca fue. Probablemente / fue cosa de magia, un hechizo / de un dios que quiso confundirte. / Eres ahora el aldeano /que mira con torpeza en torno suyo / y no encuentra el tesoro que era / ya uno con las yemas de sus dedos”, escribe en “Bréaga”, fechado en el verano de un remoto 1995.., y añade: “Con forma de mujer apareció / y solo deseaste desposarla. / Un sueño fue –el más dulce-, un engaño. / Su encanto era eso: encantamiento”. Por lo demás, Irlanda toda inunda estas páginas nacidas del amor constante más allá del descubrimiento primero: “Su clorofila se hace hemoglobina / que arraiga entre mi sangre / y una y otra vez, siempre, / cuando veo su verde reverdezco / y recorro a la inversa la rotonda / de este carrusel de los años / como una película que se rebobina / hacia su origen / y va desde los títulos de crédito / a su primera escena”.

Cuestión de principios

Todo el poemario de Rivero Taravillo es una declaración de amor por Irlanda, y en el conjunto trasluce el autor que hay detrás del poeta, mitad traductor mitad pensador a todas horas. El número de la colección de Vandalia es ya el 108, y Suite irlandesa viene detrás de Plaza de abastos, de la granadina Teresa Gómez, que repite en la colección como con su poemario La espalda de la violinista –de nuevo con prólogo de Ángeles Mora- y de Tristissima noctis imago, de un gigante como el catalán Pere Gimferrer. “Llueve en estas calles, y los charcos / son del tamaño exacto de mis sueños”, dirá casi al comienzo del libro. Y a continuación, una declaración de amor que es también de principios, en rima con la ilustración de la portada, al cuidado de Ignacio F. Garmendia: “Me gusta Irlanda por lo inútil, / por su gran capacidad para lo impráctico, / que las cuerdas de un arpa solo sean mecanismo / de lo que escapa y nunca lo que aferra. / El hambre, por ejemplo, / primera exportadora con la ayuda / impagable de Inglaterra. / Pero también el genio, el humor, / y esa capacidad de que el milagro / no requiera concurso de fantasmas / y que un lago baste, una colina / y el viento entre los juncos del ribazo. / Sus grises son tan verdes que rezuman / la clorofila antigua de los mitos”.

Esa declaración de principios tiene mucho que ver con su propio oficio: “Escucho los latines de los pájaros, / y arrastran un dejo que no es céltico / ni indoeuropeo / sino eco del tiempo en el que hablábamos / lo mismo los humanos y las aves. / Me bato con su lengua como un héroe / que nunca sacará partido alguno / y obtiene sin embargo el galardón / de vencerse a sí mismo, / melladas las espaldas de los versos / y las lanzas partidas de los nombres / y ese apareamiento de las preposiciones / con los artículos, y yelmos / en las cabezas de las palabras: / las consonantes que se cubren / unas a otras. / Las palabras se enredan como trébol / en un campo mojado por la noche”.

Tiempo y espacio irlandeses

El poeta no solo va a transitar por la capital, por otras ciudades del centro y de la costa, por barrios, por ríos, por carreteras de un punto cardinal hasta el opuesto, por librerías, bibliotecas y esquinas de mendigos, sino también por la historia de una cultura tan al margen que se merece un atípico soneto en asonante, con resonancias de aquella Ítaca de Kavafis, de aquella Roma de Alberti: “Jamás holló tu tierra una sandalia / romana, ni la hégira del árabe / dejó sobre tus aguas una nave / con rezos a La Meca en la mañana. / Conservas tanto tuyo que es extraño / que no hayas sido tú la que invadiera, / no con báculo y cruz, lejanas tierras; / con la espada y las flechas en la mano”, dirá en los cuartetos, para rematar de tal guisa finalmente: “Los poetas te cantan desde siempre / pero no tus victorias, tus derrotas. / De todas las canciones las más bellas / son las de quienes cantan lo que pierden. / Irlanda, pues tu nombre me persigue, / no te dejes vencer: perdiendo, vive”. Y eso que “una ciudad no es sus habitantes / ni tampoco las casas y las largas / avenidas y breves callejones”, y “a menudo también nos amenaza / sabiéndonos intrusos: ya no mueve / la cola cuando oye nuestra voz” y que “ya nada es lo que era, / si es que alguna vez lo fue, no sé. / Si fuera apocalíptico, diría / que se ven señales del final de los tiempos, / que todo es susceptible de ser símbolo / preñado de maldad, y que la Bestia / ha salido de unos versos de Yeats / y se arrastra a Dublín para nacer”.

La música lleva cada dos o tres páginas en volandas el libro: “Músicos callejeros, violinistas / y una chica que danza, / un viejo con su flauta / que noche a noche sopla un repertorio / que se saben los árboles del parque. / Ser sordo en Dublín, qué desgracia; ser ciego en Dublín, qué desgracia; / no ver las notas ni escuchar / estos pasos de baile”. Y la poesía de allá, con todas sus concatenaciones: “A imitación de Amergin, / Amergin, primer poeta de Irlanda, / Irlanda, esta tierra que conoce mi sueño, / sueño con ciervos y valles, / valles y olas en playas y llanos, / llanos y montes, / montes y lagos, / lagos en que las huestes de las truchas, / truchas jaspeadas como el cielo cubierto, / cubierto dejan de salpicaduras mi corazón...”.

Traductor comprometido

Antonio Rivero Taravillo presume de ser circunstancialmente africano, porque nació en Melilla, aunque siempre haya vivido en esta Sevilla que huye de los libros mientras él mismo se ha empeñado en relacionar la ciudad con ellos. Sigue dirigiendo, desde hace tanto, la revista Estación Poesía, y durante muchos años fue librero, incluso director de La Casa del Libro en Sevilla desde que se inauguró el siglo XXI. De hecho, recogía, hace solo unos meses, toda esta experiencia en Un hogar en el libro (Nescastle Ediciones). Hay un poema en Suite irlandesa que comienza así: “En esta librería / vivo desde años. Soy una parte / integral ya de ella: entre las baldas / siempre encuentra sitio para dormir / mi soledad que arropan los volúmenes”. Otro poema arranca más violento: “La primera vez que vine aquí, / el IRA aún seguía asesinando. / También unionistas en eso, / los paramilitares protestantes / se les unían, / por no ser menos / en reparto de plomo y de explosiones”. De aquel tiempo sería esa nostalgia congelada en un corazón disecado a costa de tanta sensualidad recordada: “Tocaban Dónal Lunny y Paddy Glackin / en un pub de Dublín. / No me lo podía perder. / Seguro que tocaron como nunca / Paddy Glackin y Dónal Lunny, cerca / de nuestro cuarto de Dublín, / mientras tú y yo / muy quedamente nos tocábamos”.

De invierno

Hiberniae”, el nombre en latín de Irlanda, es al cabo la parte más extensa del libro y donde pululan todas las referencias culturales de aquel mundo que no solo se circunscribe a la isla, desde San Patricio a Caledonia. Comienza con un poema en alejandrinos dedicado al invierno. “El invierno es un druida con su manto tan blanco, / con su cana melena y sus barbas de escarcha, / el anciano más sabio, el invierno es un druida, / es la vieja estación donde nievan leyendas”. Y continúa, en un esfuerzo por quedarse para siempre en el sustrato memorioso del lector, por ese reto tan joyceano de jugar con versos en irlandés, en inglés o en gallego. Jugar, al fin y al cabo. Con la palabra degustada, con el verso encendido, con la música a cuestas. Parece mentira que Rivero Taravillo tenga ya 60 años, que no son nada.

ETIQUETAS ►