La zarzuela volvió al Maestranza tras dos años de ausencia, desde que en febrero de 2019 se programara una decepcionante Tabernera del puerto. Y lo hace ahora con el título que tendría que haber protagonizado el género la pasada temporada, si no fuera porque el confinamiento lo impidió justo cuando se disponía a subir el telón. El Teatro de la Zarzuela vuelve un año más a estar detrás de la producción elegida para recalar en nuestro teatro, en una colaboración que dura ya muchos años y gracias a la cual hemos podido disfrutar de algunos espectáculos muy notables. En muchos de estos títulos se ha percibido el afán del teatro madrileño por renovar el género y adaptarlo a nuestro tiempo, tarea arduo difícil en un alto porcentaje de casos, pero no en el que nos ocupa. Porque El barberillo de Lavapiés es una delicia en lo musical y apenas exige algún que otro arreglo complementario y circunstancial para adaptarse a los tiempos, de hecho lo hace con tanta naturalidad y gracejo que el día de su estreno en Sevilla nuestra clase política volvía a dar su do de pecho con sus habituales algarabías y despropósitos, cuando el pueblo de lo único que quiere oír hablar es de que la vacunación va más rápida, los contagios descienden y recuperamos nuestras libertades y derechos.
El hijo de Larra escribió su libreto hace ciento cincuenta años y ambientó su historia en época de Carlos III, cien años atrás, y sin embargo la cosa sigue igual, el pueblo anda crispado, la clase política no tiene arreglo y el descontento se ha generalizado. Lo malo es que cuando decimos que la cosa sigue igual y lo adaptamos a un espectáculo como éste, nos referimos a unas hechuras teatrales que nos remiten a un pasado al que no quisiéramos volver. De poco sirve un decorado minimalista, prácticamente ausente, consistente en enormes muros negros y movibles con la ayuda fatigosa de los figurantes, en el que presuntamente el público ha de imaginar esas calles, rincones, plazas y sitios de Madrid a los que el libreto homenajea en cada pasaje y detalle, si se recurre a una gestualidad y una declamación, y no digamos movimientos escénicos, anclados en la peor tradición de la escena española de hace un buen puñado de décadas. Con la única excepción de Borja Quiza, que da frescura y gracia a Lamparilla, ese gañán, fanfarrón y pícaro tan típico de nuestra iconografía y que tan poco orgullo debería merecernos, el resto del elenco evidencia esa declamación mecánica, plana y acartonada que caracterizaba a las Auroras Bautistas y Amparitos Rivelles de antaño. Y menos mal que esta vez no podemos quejarnos de su vocalización y todo se entendía a la perfección. Mención aparte merecen los agarrotados movimientos de masa, solo aliviados por continuas carreras arriba y abajo de escasa enjundia cómica. Una lástima, porque como ya hemos apuntado su libreto mantiene toda su frescura y actualidad y merece un trabajo más depurado a nivel escénico. Ni siquiera podemos rendirnos al trabajo coreográfico de Antonio Ruz, que aunque aporta vistosidad lo consideramos poco justificado y mal ensamblado en el conjunto, por no decir escasamente creativo, sin ir más allá de contribuir al concepto de arte total que la lírica siempre persigue.