Más que de un segundo reparto, la función de ayer en el Maestranza podríamos calificarla de alternativa, en una doble acepción, literal por contar con voces y batuta diferentes a la del estreno y resto de funciones, y en sentido figurado por constituir más una oportunidad para voces y dirección con menos rodaje y más frágil currículo, que el clásico segundo elenco que se alterna con el principal ante un generoso número de funciones programadas. No era el caso, solo cinco, y no tan seguidas como exige un doble reparto con la intención de permitir descansar las voces, y sin necesidad de cambiar la dirección musical. Tanto el sevillano Manuel Busto como las tres voces principales merecían esa alternativa, esa oportunidad para lucir talento y aptitudes, como de hecho así hicieron. Y lo lograron no solo en el más estricto sentido musical, sino muy especialmente en el teatral, logrando eso que a menudo se pasa por alto y que tanto contribuye al éxito de un espectáculo total como pretende ser la ópera, una conexión con el público que le haga vivir en primera persona las emociones y los sentimientos que entran en juego, y que tienen justamente en La traviata uno de sus mayores alicientes.
Aunque empezó en el coro de niños del Metropolitan, Ashley Galvani Bell no ha cantado todavía en los grandes escenarios operísticos. En su breve periplo destaca una aclamada interpretación de La voz humana de Poulenc, mientras esta no es la primera vez que encarna a Violetta, la trágica protagonista de La traviata. Curiosamente arrancó su intervención con defectos muy similares a los que apuntamos en Nino Machaidze, cierto exceso de vibrato y, en su caso, una voz un pelín estridente. Pero poco a poco fue afianzando su participación con una línea de canto flexible, ganando en presencia y convenciendo conforme su personaje va acumulando emociones y experiencia, y eso que evidenció cierta preocupación por no resbalar en el inclinado escenario del primer acto. Se aclimató perfectamente a la exigente coloratura del primer acto, abordó con tanta emoción como precisión, así como una voz ahora más gruesa y aquilatada, el dramático acto segundo, donde exhibió además una extraordinaria química con su antagonista, Giorgio Germont, incorporado por el joven barítono mexicano Carlos Arámbula con un soberbio maquillaje, cuyo demostrado talento y curtida perfección le permiten ahora pasearse por los teatros europeos. Arámbula clavó su personaje con una actuación teatralmente impecable y una voz de considerable brillo, elegante fraseo y competente proyección, mereciendo la aclamación del público en Pura siccome un angelo y logrando de nuevo convencernos con un Di Provenza il mar de enorme calado sentimental. El final del acto segundo resultó altamente satisfactorio, con los tres protagonistas dando el máximo para lograr una apoteosis canora y transmitir al público toda la fuerza de esta irrepetible partitura.