Cuenta Rafael Villalobos que la inspiración para su más que singular Tosca, o La Tosca como la conocen en Italia y se titula el original de Sardou en que se basa la ópera de Puccini, la encontró en Roma, sus calles y los escenarios en los que se ambienta. Pero una Roma que alberga también una institución tan anacrónica como la monarquía misma, el Vaticano, y donde expresar un pensamiento libre de prejuicios y ataduras resulta más complicado que en otras muchas plazas. Su Roma le llevó a Pasolini como icono del intelectual rebelde y contestatario, y de ahí surgió la idea quizás algo forzada de trazar un paralelismo entre la tragedia pucciniana y el devenir personal y vital del director italiano. Villalobos se convierte así en el principal protagonista de su Tosca, con su controvertido montaje, soluciones estéticas seguramente muy discutibles para quienes buscan en un espectáculo lírico un respeto más tangible a la obra original, y numerosas pautas orientadas a provocar controversia y reflexión. Igual que ocurre en el cine, donde el público no se cansa que le cuenten siempre la misma película y convierte en taquillazos las interminables entregas de Marvel o Disney, parece que también el más conservador público operístico busca reencontrarse una y otra vez con el mismo espectáculo, donde lo único que varíe sean las voces y la forma en general de abordar la música, olvidando que se trata de un espectáculo total que engloba muchas disciplinas y que el arte no sólo sirve para embelesarnos sino fundamentalmente para remover nuestras entrañas y plantearnos la vida, a la que imita.
Villalobos firma una Tosca de buen teatro. Si no llegaron a convencernos su Dictador de Krenek, ni su Orfeo y Eurídice del Villamarta o sus espectáculos junto a Proyecto OCNOS ni el Marie de Germán Alonso que representó en el Lope de Vega, y menos su Viaje de invierno teatralizado con Xavier Sábata y Francisco Poyato, que La Monnaie, uno de los teatros coproductores de este montaje de Tosca, albergará el próximo mes de febrero, sí que tuvimos que reconocer el talento del sevillano en Cosí fan tutte hace dos años. Pero si allí introducía el segundo acto con una muy particular licencia, canción pop incluida, sin levantar ampollas (claro que debido a la pandemia solo había doscientos espectadores en el teatro), eso mismo suscitó anoche el abucheo más bochornoso que recordemos en un público que suele ser muy respetuoso y comprensivo. Una falta de respeto que fue ampliamente contestada con aplausos por la inmensa mayoría del público. Claro que muchos y muchas aunque no lo sepan arrastran una educación homófoba importante y la introducción del segundo acto esta vez, también con canción pop de por medio, ofrecía un seductor baile entre Pasolini y Pino Pelosi, su presunto asesino, besos incluidos. El director italiano se convierte así en personaje silente, que observa los acontecimientos que Villalobos ahora ambienta en tiempos modernos, aunque sigan aflorando en las voces referencias continuas a Napoleón y la Batalla de Marengo, e incluso interactúa con los personajes. También lo conocemos de niño, sufriendo una estricta educación religiosa y perniciosa, donde asoman posibles abusos y permitidas perversiones. Pero sobre todo Pasolini representa la libertad del arte, lo incómodo que esto resulta para el poder reaccionario y fascista, y las terribles consecuencias que este choque político cultural pueden provocar. Y para eso Villalobos fuerza un paralelismo entre el director de Teorema y el pintor Cavaradossi, que abraza los ideales y las libertades importadas de Francia aunque sean vía Napoleón, si bien el auténtico revolucionario aquí es Angelotti, su amigo, y no él que no pasa de ser un pelele romántico.
Un melómano empedernido
Villalobos, que ahora es requerido en muchos teatros del mundo, creció y se formó en el Maestranza. Conoce bien el repertorio operístico y lo ha cultivado a conciencia. No ocultaremos sin embargo que el primer acto nos resultó cómico, debido seguramente a la acumulación de ocurrencias, como introducir unos monaguillos que recordaban al Decamerón, o presentar a la diva cargada de compras de marca, hasta derivar en un originalísimo Te Deum sin coro ni figurantes en escena, solo con Scarpia soñando su maquiavélico plan y las voces del coro invadiendo el teatro de manera sobrecogedora desde lo más alto de éste. Un efecto realmente sorprendente y espectacular. Ellos y ellas triunfaron con una fuerza apabullante y celestial no sólo en ese culminante momento sino también en los otros pasajes que demandan su intervención, aunque también fuera de escena. Todo el segundo acto estuvo acompañado por jóvenes bailarines desnudos que emulaban, las pinturas de Santiago Ydáñez también, la tremenda película de Pasolini Saló o los 120 días de Sodoma.
Echando la vista atrás, comprobamos que en 2007 hubo ocho representaciones de este emblemático título en la versión no menos icónica de Luca Ronconi, reducidas a seis en 2015 cuando la abordaron Pedro Halffter y Paco Azorín con resultados francamente extraordinarios y un solo personaje doblando reparto, Scarpia. Desalienta ver cómo en todos estos años ha ido disminuyendo la afición, del mismo modo que ilusiona comprobar que el Maestranza apueste y financie producciones como ésta, atrevida y valiente, que permite a su autor verter ideas políticas y estéticas muy comprometidas.