Pocos años han contado con más restricciones para los cofrades hispalenses que el de 1776, cuando comenzaba a tomar forma lo que los estudiosos han dado en llamar la «Semana Santa moderna». Y en realidad no debe extrañarnos, pues la situación político-social en la España de Carlos III atravesaba unos momentos delicadísimos. Sin ir más lejos, diez años antes había tenido lugar en Madrid el célebre motín de Esquilache, el cual, más allá de la imposición de los sombreros de tres picos y las capas cortas, sentaba sus bases en el descontento de los españoles por la subida de los precios de los alimentos de primera necesidad. Mientras, a nivel internacional, la atención se centraba en el triunfo de George Washington, quien, el 4 de julio de ese mismo año y junto al resto de Padres Fundadores, firmaría la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en el Congreso Continental de Filadelfia. Asimismo, 1776 fue el año en que Adam Smith publicó en Londres su fundamento teórico del capitalismo, dando inicio a la ciencia económica moderna; el de la creación del Virreinato del Río de la Plata (que comprendía los actuales Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay); el de la invención de la máquina de vapor por James Watt; o el de la composición de la «serenata nº 7» de Wolfgang Amadeus Mozart.
Y si la situación en España y el mundo no era del todo pacífica, en Sevilla las cosas no iban mejor, estando el asistente Pablo de Olavide en el punto de mira tras abrírsele en 1775 un proceso inquisitorial por haber sostenido ciento veintiséis proposiciones heréticas —Carlos III le había encomendado los proyectos de colonización en diversas zonas del sur, siendo nombrado Intendente de Sevilla y del Ejército de Andalucía y Superintendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía—. De otro lado, la ciudad recibiría a su nuevo arzobispo, Francisco Javier Delgado Venegas —sevillano procedente de la diócesis de Sigüenza—, y diría adiós a un ilustre de la música, Francisco Pérez de Valladolid, autor del magnífico órgano del convento de Santa Inés, quien, según el maestro organero Abraham Martínez, habría inspirado a Bécquer el personaje de «Maese Pérez el organista».
¿Y qué ocurrió aquella Semana Santa?
Pues que el 30 de marzo, el Cabildo Catedral, aún con la sede vacante tras la muerte del cardenal Francisco de Solís y Folch de Cardona, y tras unos años de lo más complejos, firmaba un edicto que ponía el foco en las celebraciones de los cortejos penitenciales, y que se integraba dentro de un programa de reformas surgido a raíz de los «abusos y escándalos introducidos en las procesiones de Semana Santa» durante los últimos años. El mismo, que no deja lugar a la improvisación y cuya lectura no tiene desperdicio, comienza por las túnicas de los nazarenos, las cuales «no deben ser tan largas, que arrastren, ni tan cortas, que no lleguen a los talones, y sean honestas y sin adornos». Asimismo, los «demandistas» de dichos hábitos deberán ser «personas de maduro juicio y prudencia», y deben dar «pocas vozes y estas con modestia y edificativas», subrayándose que «no sean muchachos». Dicho punto prohíbe igualmente que «dentro o fuera de las cofradías» salgan centurias o «Compañías de Armados», ni persona alguna «de esta misma idea, traje o figura». Tampoco se permite que «ni en estas, ni otra forma, vaya persona alguna, con el rostro cubierto, sino que lo lleven manifiesto y patente, excepto los penitentes de sangre, y los que ejercitasen otras penitencias públicas; y esto al tiempo mismo de hacerlas».