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Actualizado: 22 feb 2023 / 06:50 h.
  • Origen y significado de la Cuaresma

La tradición nos cuenta que los judíos tenían por costumbre cubrirse de ceniza cuando llevaban a cabo algún sacrificio, mientras que los ninivitas —Nínive fue la capital y ciudad más grande del Imperio neoasirio— también usaban la ceniza como signo de transformación desde la mala vida a una existencia plena con Dios. Asimismo, en los primeros tiempos de la Iglesia, las personas que querían recibir el Sacramento de la Reconciliación, el Jueves Santo, se ponían ceniza en la cabeza y se presentaban ante la comunidad vestidos con un «hábito penitencial». Esto representaba su voluntad de convertirse. De hecho, los mismos padres de la Iglesia, Tertuliano, san Cipriano, san Ambrosio, san Jerónimo y otros escritores cristianos antiguos, hablaban de penitencia haciendo ya referencia a las cenizas y el cilicio, los cuales se correspondían con el material con el que se cubrían la cabeza («cinere») y el áspero paño con el que se vestían («cilicio»). En consecuencia, en el año 384, la Cuaresma adquirió un sentido penitencial para todos los cristianos, y a partir del siglo XI, la Iglesia de Roma
comenzó a imponer las cenizas al iniciar los cuarenta días de penitencia y conversión. Dichas cenizas se obtienen quemando las palmas y ramos de olivo utilizados el Domingo de Ramos del año anterior.

De este modo, el Miércoles de Ceniza, durante la misa, se omite el acto penitencial, siendo sustituido este por dicha imposición de la ceniza, la cual tiene lugar después de la homilía. Como señala Jesús Luengo Mena en su ‘Manual de Liturgia’ (Almuzara, 2019), tras una oración, el sacerdote «impone en la cabeza o la frente la ceniza a los presentes con cualquiera de las dos fórmulas que propone el Misal: “Convertíos y creed en el Evangelio”, o bien “Acuérdate de que polvo eres y al polvo volverás”». Esto nos recuerda que lo que fue signo de gloria pronto se reduce a nada.

Un símbolo de la vida presente

En cuanto a la Cuaresma en sí, la primera referencia a una preparación pascual de cuarenta días aparece en un escrito de Eusebio de Cesárea que se remonta aproximadamente al año 332. En ese escrito, el obispo y padre de la Iglesia habla de la Cuaresma como de una institución bien conocida, claramente configurada y, hasta cierto punto, consolidada: «Antes de la fiesta, como preparación, nos sometemos al ejercicio de la Cuaresma, imitando el celo de los santos Moisés y Elías; respecto a la fiesta misma, nosotros la renovamos por un tiempo que no tiene límites (...)». Este documento nos lleva a pensar que, a principios del siglo IV, la Cuaresma era ya una realidad establecida en algunas Iglesias y que equivalía a un camino semejante al de los hebreos por el desierto, el cual había que recorrer en un clima de austeridad y de vigilancia ascética. Inspirándose en las interpretaciones simbólicas de su maestro Orígenes —teólogo cristiano primitivo que vivió entre los siglos II y III—, Eusebio asegura que las seis semanas de la Cuaresma significan el esfuerzo denodado, la lucha ascética; o lo que es lo mismo, un símbolo de la vida presente, de nuestra existencia temporal.

También Atanasio de Alejandría recoge una breve alusión a la Cuaresma en una de sus cartas escrita en el año 334: «Cuando Israel era encaminado hacia Jerusalén, primero se purificó y fue instruido en el desierto para que olvidara las costumbres de Egipto. Del mismo modo, es conveniente que durante la Santa Cuaresma que hemos emprendido procuremos purificarnos y limpiarnos, de forma que, perfeccionados por esta experiencia y recordando el ayuno, podamos subir al cenáculo con el Señor para cenar con él y participar en el gozo del cielo. De lo contrario, si no observamos la Cuaresma, no nos será licito ni subir a Jerusalén ni comer la Pascua».

Cuarenta días y cuarenta noches

La antigua liturgia hispánica, al iniciar la celebración del primer domingo de Cuaresma, invitaba a la comunidad de fieles a recordar el ejemplo de los antiguos padres (estos eran Moisés y Elías), quienes nos enseñaron a santificar este periodo litúrgico con el ayuno y la oración. Sobre todo, se subraya el ejemplo de Jesús, el cual, con su experiencia, nos enseñó a vencer la tentación y a alimentarnos de lo que sale de la boca de Dios. A este respecto, que el Maestro de Nazaret se retirase cuarenta días y cuarenta noches al desierto de Judea tiene su equivalente el Antiguo Testamento, donde ese número posee una simbología especial. Basten como ejemplos los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto camino de la tierra prometida (Dt 8, 2-4; 29, 4-5); los cuarenta días que transcurrió Moisés en la cima del monte Sinaí sin comer ni beber (Éx 34, 27-28; Dt 9, 18); o los cuarenta días y cuarenta noches que el profeta Elías pasó caminando por el desierto hasta el monte Horeb (1 Re 19, 8). Ni que decir tiene que el desierto es un lugar hostil, lleno de dificultades y de obstáculos. Por eso, como argumenta José Manuel Bernal Llorente, catedrático de Teología Dogmática en el Angelicum de Roma, «la experiencia de desierto anima a los creyentes a la lucha, al combate espiritual, al enfrentamiento con la propia realidad de miseria y de pecado».

Por último, durante el tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos pide dos sacrificios especiales. El primero es ayunar —hacer una sola comida fuerte al día—, tanto el Miércoles de Ceniza como el Viernes Santo; una medida destinada a todas las personas de 18 a 59 años. Y el segundo guardar abstinencia —no comer carne todos los viernes de Cuaresma—; aunque esta medida se inicia a partir de los 14 años, puede sustituirse por otro sacrificio.