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Actualizado: 22 jun 2020 / 04:00 h.
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  • Fin de curso. / EFE
    Fin de curso. / EFE

¿Han visto «Mensaje en una botella», aquella película en la que Robin Wrigth Penn descubría una carta de amor que la llevaba a investigar quién era su autor y qué se escondía tras ella?

La conozcan o no, el hecho de citarla tiene que ver con una frase presente en el film así como en la novela en la que se basa: «Esto no es un adiós, esto es un gracias».

Una cita que nos viene al dedillo para despedir de manera oficial el curso escolar 2019-2020, ese que se vio interrumpido a mediados de marzo, y que tanto ha dado que hablar durante el confinamiento.

Porque, queramos o no, y pese a que el DRAE lo defina como «el tiempo señalado en cada año para asistir a oír las lecciones», el curso oficioso, ese del que los chavales participaban a diario con sus mochilas, ilusiones y temores a cuestas, concluyó un viernes 13.

Alguno objetará que la actividad educativa nunca ha cesado; que profesores y alumnos han seguido permanentemente en contacto y dando el callo; o que los padres han echado el resto para conciliar el teletrabajo, las tareas domésticas y la atención hacia sus mayores mientras contribuían a que niños y jóvenes no dejasen de aprender en los días de encierro. Y por supuesto llevan razón. Toda la razón.

Pero el verdadero curso, ese donde la materia se imparte en el aula, la disciplina se inculca en los usos y los valores se promueven en la convivencia, ese, señores, concluyó antes de los idus de marzo. Lo dice alguien que conoce el paño, y que antes de impartir sus ya lejanas primeras lecciones, recibió el golpe de realidad en un patio de columnas; escribió rudimentarias ficciones en un cuaderno a rayas; aprendió a gestionar los fracasos en un campo de albero; y comenzó a soñar en las tablas de un escenario. Y todo ello dentro de un colegio.

¡Cuán necesarias son las escuelas, los institutos y universidades en la vida de una persona! ¡Cuánto aprendemos en las clases, en las actividades complementarias y en todos aquellos ejercicios extracurriculares en los que invertimos tiempo, dinero y constancia! Podrán existir ‘smartphones’ de última generación, tabletas y ordenadores con conexión a Internet, aplicaciones para realizar videollamadas y otras mil opciones virtuales, pero nada podrá sustituir a la educación presencial.

Como dijo una vez María Montessori, «la primera tarea de la educación es agitar la vida», y eso solo podemos conseguirlo mirándola cara a cara, palpándola y susurrándole al oído. Porque tan necesario es para un niño-joven-adulto aprender como aprehender; y más allá del cálculo, la geografía o la sintaxis, hay un océano de experiencias aguardándonos en cada esquina del pasillo, en cada confidencia en los baños, en cada corrillo en las puertas. Y estas requieren de los cinco sentidos.

Esto no es un adiós, ni siquiera un hasta luego. Esto es un inmenso gracias.

Gracias a los profesores que me enseñaron a amar la literatura y la historia, que me descubrieron la informática y el deporte, que me exigieron un mayor esfuerzo en las ciencias y los idiomas, o que me engancharon al arte en todas sus expresiones.

Gracias a aquellos que hacen lo mismo con mi hija, con mis sobrinos, los hijos de mis amigos y todos los niños, jóvenes y adultos de este país.

Y gracias a los monitores de extraescolares, directores, jefes de estudio, psicólogos, orientadores, miembros de la administración, conserjes y personal de limpieza que, de un modo u otro, han estado ahí todo este tiempo.

El curso más raro del siglo toca a su fin, y lo hace sin citas con el tutor, sin funciones escolares ni fiestas bajo las estrellas, que en suma es como decir que se despide «a la francesa» (y que me perdonen los del país vecino).

Por eso, esto no es un adiós, esto es un gracias.

Dios quiera que nos veamos en septiembre... pero sin pantallas de por medio.

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