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Actualizado: 11 jul 2015 / 19:26 h.
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Empujas la puerta y estás en Houston o Harvard. Y te sublevas contra la queja por nuestro retraso científico, esa eterna condena al furgón de cola de la excelencia y el progreso. En la calle dejas los pecados capitales que nos lastran, confundiendo esta punta sureña de Europa con el tercermundismo africano, esta afición permanente a la fiesta, al conformismo, la subvención, la servesita fresca y el arsa mi arma. Tras la puerta del Instituto de Biomedicina de Sevilla un aire prometedor de progreso te reconcilia con el orgullo de nuestra capacidad tecnológica, con el potencial de nuestro intelecto. No niego infinidad de carencias en el sistema pero cuántos profesionales de centros de renombre extranjeros no te señalan como sus maestros venerados a quienes aquí infravaloramos a menudo. No tengo duda: la primavera más hermosa de Sevilla está entre estos muros. Sus frutos florecen, por humildes, muy lejos: en el dolor que será amortiguado, en la vida que no llegará a perderse, en el margen más amplio de esperanza a un pronóstico, en el color y la alegría que relevarán a un revés y un miedo. Aquí está la entrega previa y necesaria del conocimiento, la dedicación y seriedad de unas batas cuyo director acaba de ser nuevamente reconocido. Y yo le añado otro mérito: haberle dado el calor de un sitio amigo (incluso con su anecdotario: los perros de la seguridad de la Casa Real, entre el animalario y tanto producto químico saben alguna). Porque quizá me estén resolviendo hoy un dilema futuro de salud o procurando unos añitos más de vida. Gracias a quienes lo hacen posible... menos al que le puso el nombre, que suena a taquilla de Hacienda.

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