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Actualizado: 12 nov 2017 / 22:46 h.
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  • Sevilla le puso a Rodrigo Díaz de Vivar el mote de ‘El Cid’ y una estatua, pero poco más. / El Correo
    Sevilla le puso a Rodrigo Díaz de Vivar el mote de ‘El Cid’ y una estatua, pero poco más. / El Correo

Hay ciudades que viven de un mito –eso es lo que le sucede a Verona con Romeo y Julieta– y ciudades que, teniendo muchos, parecen carecer de ellos: este es el caso de Sevilla. Sevilla tenía a San Isidoro, la personalidad más importante de la Hispania posromana y puente entre esta y Al Ándalus, y se lo dejó ir. Después tuvo entre las manos uno de esos que podrían haber sido argumento de novelas, obras de teatro y óperas: la boda trágicamente frustrada entre Abdelaziz, el hijo de Muza, y Sara la Goda, nieta del rey Witiza. Cuenta la leyenda que Abdelaziz, cuyo nombre permanece aún en la bella torre hexagonal que marca la esquina entre la avenida de la Constitución y la calle Santo Tomás, fue apuñalado y muerto en las proximidades de la plaza del Salvador.

No sabemos cuáles eran las intenciones de su asesino (o asesinos); no sabemos, incluso, si aquello ocurrió realmente pero, en la niebla que envuelve la realidad legendaria y la ficción histórica, el hecho podría haber cobrado tintes simbólicos y convertirse en la clave del destino fatídico que impide la unión de dos colectividades.

Sara, según nos contó su nieto, el historiador Benalcutía (el hijo de la Goda), gozó de mucho predicamento y terminó tomando por marido a alguien de la familia Hayyay, una de las tres más importantes de Sevilla (las otras dos fueron los Jaldum y los Abadíes), pero eso no es más que crónica pura y dura, inútil para el mito.

En una de las otras dos sagas –la de los hijos de Abad– que dio monarcas en Sevilla desde la disolución del Califato de Córdoba hasta la invasión almorávide, anida otro de los mitos perdidos de Sevilla: es el que cuenta el romance entre Almutamid y Rumaikiyya. Ese relato ha trascendido más al público; es el que cuenta que el rey-poeta paseaba por la orilla del Guadalquivir compitiendo con su amigo BenAmmar en completar con el verso adecuado la estrofa que el otro proponía. Cuando, en un determinado punto, el rey se quedó sin saber hacerlo, una joven que lavaba la ropa en la orilla dio con el verso adecuado y con la rima y ese fue el comienzo de un amor eterno.


La Historia verdadera

El cuento o el romance que pasa de generación en generación podía ser servido, pero nadie llevó el plato a ninguna mesa y Sevilla dejó escapar –otra vez– una historia maravillosa, de esas que traspasan el tiempo y las fronteras. La pasión legendaria entre un rey y una lavandera era un diamante que casi no necesitaba ser tallado y pulido y que, para aumentar su brillo, contaba con tener a su favor la Historia verdadera: cuando llegaron los almorávides, estos no le dejaron otra salida –a él, a su mujer y a sus hijos– que la de marchar al destierro en las estribaciones de la cordillera del Atlas y acabar allí sus días.

Pero, además, más o menos por los mismos años en los que el abadí se enamoraba, vivió en Sevilla (también legendariamente) el personaje mítico por excelencia de la Historia de España: Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, que ayudó a Almutamid en su guerra con Abdala, el rey de Granada (quien, a su vez, contaba con el apoyo, entre otros, del Conde García Ordóñez, uno de los enemigos del Campeador en el poema que lo eternizó). Fue Sevilla la que le puso a Rodrigo el mote de el Cid, el señor, con el mismo sentido con el que, en Marruecos y en toda Andalucía se llama Sidi o el señó o señá a personas que gozan del respeto de sus convecinos. Ocasiones así no se las ponían ni a Fernando VII.

Casi tres siglos más tarde aparecería una nueva oportunidad en la persona y los hechos –reales o imaginados– de Pedro I, al que unos llaman el Cruel y otros el Justiciero. El rey Pedro –ya salió a relucir el otro día a cuentas de la presentación de un libro sobre el Romance del caballero al que la muerte esperaba en Sevilla– es en la Historia, no de Sevilla sino de España, una personalidad importante sobre la que cayó un velo de la ignominia que provoca la venganza.

Pedro I puso a Sevilla en la senda de las rutas comerciales internacionales comenzando a tejer alianzas con una Inglaterra enfrascada con Francia en la Guerra de los 100 años, esa en la que surge y se hace eterno el mito nacional de uno de los dos grandes «hombres» que dio Francia, la mujer Juana de Arco (el otro gran hombre es Napoleón, que no era francés sino de Córcega). Pedro fue –como Federico II Barbarroja– un «sultán cristiano» que edificó su alcázar en Sevilla, instaló allí a su amante, María de Padilla, casó a una de sus hijas con un York y a otra con un Lancaster, las dos casas que acabarían disputándose el trono de Albión, y acabó bajo el puñal de la parte gala de conflicto centenario al servicio de sus hermanastros, los Trastamara. Para colmo está enterrado en la Catedral de Sevilla pero nada de eso influye en que muchos de entre los millones de sevillanos y turistas que visitan el Alcázar crean que están recorriendo un palacio árabe cuando, en realidad, deambulan por un edificio heterodoxo, único en el mundo en el que el estilo gótico de Alfonso X, bisabuelo de Pedro, es más viejo que el nacido con el emirato de Córdoba cientos de años antes. En realidad Pedro I fue el mentor de la llamada «arquitectura regionalista» de principios del siglo XX.

Podríamos traer a colación otros muchos personajes, desde Américo Vespucio a Hernán Cortés, tal vez el mayor estratega de la Edad Moderna que, después de haber conquistado más territorio que Alejandro Magno, murió olvidado en Castilleja de la Cuesta, pero ellos ya no serían sino personajes secundarios, actores de reparto de esos oscars que Sevilla fue dejando en las cunetas de su Historia.

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