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Actualizado: 15 sep 2017 / 08:55 h.
  • Francisco Franco -a la izquierda- junto al general Gonzalo Queipo de Llano y el cardenal Ilundáin. / El Correo
    Francisco Franco -a la izquierda- junto al general Gonzalo Queipo de Llano y el cardenal Ilundáin. / El Correo

Como la mayoría de los que participaron en la sublevación del 17 de julio, Queipo era un africanista aunque su carrera hubiera comenzado en América, en la derrota de 1898 que dio fin al imperio colonial español y revistió a Estados Unidos con las vestimentas litúrgicas de potencia descolonizadora.

Dijo Hegel, y aunque no lo hubiera dicho sería igualmente cierto, que la Historia se repite: la primera vez en forma de tragedia y la segunda como comedia. En la de España las llamadas Guerras de África no llegaron ni a eso: sólo fueron los actos de un paradógico sainete trágico en el que mientras España era un muñeco de pim-pam-pum en el concierto de las verdaderas potencias colonialistas, sus militares se montaban en trenes muy baratos para ascender y medrar. Queipo de Llano fue uno de los pasajeros.

Sin miedo a cambiar de bando cuando toda la burguesía española (incluídas la vasca y la catalana), en el fondo, pertenecía al mismo –el de la política caciquil de la Restauración– llegó a ser consuegro de Niceto Alcalá Zamora, y se erigió en defensor de las reformas militares de Azaña para desembocar en el mar proceloso de la la felonía con la excusa de que el presidente de la República de España había sido tratado injustamente.

Formó parte desde un primer momento del grupo de generales que impulsaban el golpe de estado y, dentro de él, fue el encargado de llevarlo a cabo en Sevilla pero con un alcance mucho más extenso (el de un Sur que, además de Andalucía, incluía a Badajoz), algo que ejecutó con absoluta frialdad y perspicacia, eliminando, primero, a sus compañeros de armas de tierra, mar y aire que no habían secundado la rebelión, inmediatamente después, a las élites de las fuerzas y corrientes políticas, sindicales y sociales democráticas y aterrizando en una represión indiscriminada en barrios y pueblos con el objetivo de sembrar el terror y paralizar cualquier intento de respuesta. Los numeros contrastados por muchos investigadores llegan a asignarle un total de 3.028 condenas de muerte, sólo en la provincia de Sevilla.

Pero, sin duda, la figura del general rebelde pasaría a la posteridad por el papel que desempeñó en el uso de la radio como arma psicológica.

La radio era en la España de entonces un medio de comunicación aun poco extendido pero que había alcanzado un grado importante de sofisticación en Sevilla dado el papel que la ciudad representaba entonces (sede de la Exposición Iberoamericana, cabecera de los vuelos aéreos internacionales...) en la vida nacional. La radio ya había cumplido misiones importantes como creadora de opinión pública en diversos países; en Estados Unidos, por ejemplo, había servido al presidente Franklin D. Roosevelt para comunicarse con los ciudadanos en los días más duros de la crisis del 29 pero nunca había sido usada como instrumento bélico.

Queipo tomó los estudios de Radio Sevilla (en el mismo domicilio en el que hoy se encuentra) y las instalaciones de su antena en Miraflores dentro del mismo plan y con la misma sangre fría con la que fue arrestando a los jefes militares republicanos.

Durante 600 días un técnico de la emisora cumplió sin descanso una misión: llevar cada tarde el micrófono al lugar donde se encontrara, casi siempre la Capitanía General, ubicada en la plaza de la Gavidia, en un edificio que, aunque remodelado en el siglo XIX, había pertenecido a la Compañía de Jesús hasta su expulsión de España por orden de Carlos III y, más tarde, había servido de sede al famoso colegio de los Niños Toribios.

A la hora de la cena el general Queipo de Llano, con un «Aquí Radio Sevilla», comenzaba su charla en la que, con lenguaje descarnado y soez prometía a los rojos la más terrible represión y la violación de sus mujeres por los soldados de las fuerzas nacionales.

Se ha magnificado mucho el efecto aterrador de estas palabras en el ánimo de los demócratas de las poblaciones cercanas a Sevilla cuando, en realidad, iban dirigidas a la gente de su propio bando en ciudades y provincias muy alejadas para darle ánimos y ayudarla a resistir. Fueron, por así decirlo, las mismas charlas de Roosevelt, pasadas al lado oscuro de la Fuerza.

Gracias a la potencia de Radio Sevilla la charla diaria del general se convirtió en el altavoz de los golpistas para toda la España que, ante el fracaso inmediato del golpe, había quedado en territorio hostil. Nada de extraño, por tanto, que los homenajes fueran lloviéndole de todas partes conforme los ejércitos de Franco –con la inestimable ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista– iban reduciendo el campo democrático. En Sevilla fueron de Queipos el tramo de la Avenida desde Correos a la Puerta de Jerez, las escuelas de la Cruz Roja, los templos del barrio León (San Gonzalo), y del Tiro de Línea (Santa Genoveva, por su mujer, Genoveva Martí)... y en el resto de la España liberada se lo ensalzó por doquier. Por eso, en cuanto comenzó a vislumbrarse la victoria final, en el cuartel del Generalísimo se dio la orden de cortar de raíz aquellas honras que amenazaban con socavar sentimentalmente el caudillaje de Francisco Franco al que Queipo nunca se recató de referirse –con el mismo lenguaje que usaba cada noche para los rojos– como Paca la Culona.

Fue su caída en desgracia y su desparpajo ante el dictador lo que lo convirtió, a los ojos de mucha gente, en un personaje simpático, una espacie de noble desterrado de la Corte que, como los del siglo XVIII, se refugiaban en sus haciendas; el dictador paternal con cuyas palabras agraristas, tomadas de las de Blas Infante, Antonio Burgos ponía rumbo al final de su novela Las lágrimas de San Pedro. Solo que, al no tener cortijo, se inventó un homenaje popular para que el pueblo de Sevilla le regalara el de Gambogaz, la antigua posesión de los cartujos de Santa María de las Cuevas, desamortizado en el XIX y repartido en la Reforma Agraria de la república que la rebelión y la dictadura deshicieron.

La culminación de toda esa vida debería haber sido un sepelio multitudinario en la recién construida iglesia de la Macarena que él había apadrinado también, pero aquel día de marzo de 1951 diluvió como nunca. Puede que entonces naciera el dicho que los de mi edad escuchamos muchas veces: «Llueve más que cuando enterraron a Bigotes».