Es triste despedir a los amigos. Junto a la pareja es lo único que elegimos en la vida, no a padres, hermanos, cuñados, vecinos, jefes, compañeros... Pero representa una gran alegría haberlos conocido. Carl Rogers definió la amistad acertadamente: ‘relación afectiva basada en la comunicación, la comprensión, el apoyo mutuo, el afecto y la armonía’.
En la hora de su muerte, ser amigo de Víctor Vélez Bermejo (1942-2021) no hace neutral a quien escribe estas líneas. Y se piden las debidas excusas por ello. Fue Víctor un sevillano culto, viajado, elegante y resolutivo. De los que impactan. No deja indiferente su aura individual. Sus historias, inquietudes, reivindicaciones, relatos viajeros y emprendimientos se salen de los moldes. Veía, cualquiera, apasionantes hasta sus paradojas, que las tenía como todo ser humano. Apoyó, por ejemplo, protestas de los ‘yayoflautas’, mientras presumía de tener una cuenta bancaria en Suiza, puntualmente declarada en España y con saldo de superviviente.
La intensa vida de tan irredento tertuliano y apasionado ser, se jalonó sobre las dificultades que vivió durante la posguerra, represión y el hambre que asoló la España que le tocó vivir en su adolescencia y juventud. Las privaciones las equilibró con su gusto por los buenos vinos, el mejor flamenco y la compañía que enriquece.
Su espíritu de buscavidas, según refería, le hizo obrero, empresario y, sobre todo, emprendedor. Viajó por toda España como comercial, regentó un macro-almacén de huevos y fue pionero en Sevilla entre las franquicias de la telefonía móvil. Los mejores viajes por el mundo los hizo tras vender su Volvo y obviar el billete de vuelta. Exploraba los destinos y el cotidiano lejos de su hogar, cercano a la antigua cárcel de La Ranilla.