Sevilla. 30 de abril de 1984. Era Lunes de Alumbrado, tarde de trajes oscuros y barruntos de farolillos en los tendidos de la plaza de la Real Maestranza. En los carteles se anunciaba un festejo que había despertado la máxima expectación. Los corrillos de aficionados se desparramaban por la calle de la Mar, Adriano, Antonia Díaz y los aledaños de la calle Circo apurando las últimas copas y sembrando ese olor mezcla de humo de habano y perfume de mujer que anticipaba los grandes acontecimientos. Diodoro Canorea había logrado combinar los nombres de Curro Romero, Rafael de Paula y Paco Ojeda -la máxima figura del momento antes de la eclosión de Espartaco- en un cartel que, en su momento, desbordó todas las previsiones. En la calle Iris no había ni un resquicio para que pasaran los toreros; la reventa estaba echando humo y al sonar el pasodoble Maestranza no cabía un alfiler en los tendidos y las gradas baratilleros...
En los corrales se había encerrado una corrida marcada con el hierro de Gabriel Rojas Fernández, que comenzaba a vivir sus mejores años como ganadero de bravo. En aquellos tiempos, la sangre Núñez de las reses de la dehesa de El Castillo se había empezado a convertir en bocado apetecido por las figuras del momento. El hierro del recordado constructor de la Macarena ya era habitual entre la clase alta del escalafón de matadores desde que Paquirri, que caería ese mismo año en la tragedia de Pozoblanco, comprobara la bondad de sus pupilos cortándole un rabo a ‘Arrumbadito’ -un ejemplar que recibió la vuelta al ruedo póstuma- en la feria de Antequera de 1978. En 1983, la misma temporada de su definitiva retirada, Manolo Vázquez también había desorejado en Madrid -y por partida doble- al toro ‘Regajero’. Don Gabriel ya estaba en la pomada.
Pero estábamos en 1984. Después de enlotar y sortear, los banderilleros de Curro Romero dejaron de segundo plato un ejemplar que no podía fallar. Se llamaba ‘Flautino’ y estaba marcado con el número 3. Estaba bien hecho: era bajo, hondo, armónico, cuesta abajo, de preciosa cara aunque un poquito -sólo un poquito- bizco del derecho. Un taco de toro, repetían los banderilleros de vuelta al hotel. En ese punto cabría preguntarse si ese toro se podría haber lidiado hoy bajo los actuales criterios veterinarios y gubernativos. Nos quedaremos con la duda...
Curro escogió un precioso terno grana, bordado en azabaches -con las clásicas piñas decimonónicas- en la madrileña sastrería de Fermín. En aquellos años prodigaba los abalorios negros que serían imitados después por muchos aspirantes a artista. Ya había actuado en dos de los cuatro festejos que había contratado aquella feria sin que terminaran de soplar las musas. Tampoco pasó nada con el primero de aquella tarde ni en los respectivos toros de Paula y Ojeda, que se esforzaron sin rédito. Pero aún tenía que salir el cuarto -Flautino- que tomó una vara de largo metraje, empleándose con codicia. Curro no logró estirarse con el capote y el toro acusó el duro castigo del caballo hasta desplomarse en los medios. El camero comenzó la faena sin demasiada fe y aún tuvo que ver al animal rodar por los suelos después de un violento trincherazo. El Faraón pidió calma a todos, se echó la muleta a la mano izquierda y se obra el milagro...
Merece la pena recordar algunos párrafos de la crónica del poeta Joaquín Caro Romero para acercarnos al impacto de aquella faena. “Uno cierra los ojos y lo ve toreando todavía. Tan despacio, tan despacio, relamiendo de gusto a la afición, relamiéndose a sí mismo... sacándose del relicario de su corazón la espina de tantos sinsabores que parecían no tener fin”. La fase central de la faena, iniciada al natural, incluyó dos series diestras y una nueva tanda zurda antes de firmar la obra con un trincherazo marca de la casa y otra serie de muletazos -definitivos- con la mano derecha. Una contundente estocada que cayó delantera terminó de desatar los entusiasmos poniendo en sus manos las dos orejas. En el tendido se vivía un auténtico delirio...
Allí estaba la cámara de Arjona para inmortalizar el acontecimiento. Dentro de las miles de imágenes que pertenecen a los fotógrafos de la saga de reporteros gráficos sevillanos, la del desplante de Curro Romero ante ‘Flautino’ es una de las más reconocibles. La fotografía la tomó Agustín, hijo del inolvidable Pepe Arjona y actual cabeza de la saga. Aún tenían que pasar algunos años más antes de que la comisión que alentó el monumento al Faraón de Camas se fijara en esa imagen -un auténtico icono de la historia gráfica del toreo- para que el escultor Sebastián Santos fundiera en bronce un instante irrepetible del que también se pueden apuntar algunas curiosidades. Santos retrató con sentido realista y fidelidad a la imagen de Arjona -que colaboró desinteresadamente en el proyecto- aquel desplante del camero. Pero los bordados recreados por el escultor en la piel de bronce no se corresponden con las clásicas piñas que adornaban la ropa de Curro Romero aquel 30 de abril de 1984. El monumento se inauguró, con la presencia de las fuerzas vivas del momento diecisiete años después. Ese desplante ante ‘Flautino’ retratado por Agustín Arjona ya forma de la iconografía callejera hispalense.