Con el segundo pase de estas noches de ilusiones se recreció el ambiente. Los festejos de los jueves de julio deben hoy por hoy su pulso a esos pandillones de jóvenes y adolescentes a los que convendría cuidar. Sin ellos –ésa es la pura verdad- la plaza ofrecería un aspecto desolador si atendemos a la progresiva deserción de ese público familiar al que se ha ido espantando por el absurdo exceso de celo en aplicar las normativas –más absurdas todavía- en materia de espectáculos. Ya lo dijimos un día: al que le revuelven la nevera no suele volver. Convendría tener en cuenta el dato...
Pero hay que dejar a un lado toda esa tramoya para centrarnos en lo que pasó en el ruedo en un festejo interminable -¿Cómo puede durar dos horas y tres cuartos una novillada sin picar?- que nos regaló lo mejor al primer capítulo. Hablamos de la actuación de Uceda Vargas, un novillero presentado por la Escuela de Tauromaquia de Camas que embelesó por sus formas e interesó por su fondo. El chico supo desenredar al eral de sus querencias para trazar una faena desmayada a la que no le faltó un sólido soporte técnico. Vargas, que evoca en su apellido algún torero legendario de Camas, sabe dejarla puesta, tocar y citar en el momento justo para aprovechar las condiciones de su enemigo. Sus formas nos transportan a esas viejas películas de Manolo González: en los remates imaginativos, en los arabescos que dibuja con los engaños antes de ponerse a torear de verdad, en el sentido del temple... Fue el suceso más feliz de la noche y, a falta de lo que ocurra en el tercer festejo clasificatorio, debe tener sitio en la final. La oreja que le pidieron y le concedió el nuevo usía es lo de menos. Dejó ganas de verlo de nuevo.
Hay que computar otra oreja. La cortó el novillero marroquí Solalito, que llegaba a la plaza de la Maestranza presentado por la Escuela Taurina del Campo de Gibraltar. El chaval, ésa es la verdad, se entregó a tope y dejó entrever una formas interesantes que no siempre pudieron fluir por la desesperante mansedumbre de su enemigo, que huyó hasta de su sombra. El bicho se marchaba a tablas en cada embroque aunque sus esfuerzos y la solvencia con el acero, fundamental en estos festejos, arrancó otra petición maciza que el palco tuvo que atender.