El demorado duelo entre Roca y Aguado, de alguna forma, era el plato fuerte del corto pero intenso ciclo preparado por José María Garzón en su primera feria al frente del Coso de Los Califas. La demanda de localidades había sido la mejor prueba del interés despertado por este vis a vis que contaba con el contrapunto ecuestre de Diego Ventura, indiscutible líder y maestro del actual escalafón montado. Pero el lío, la sal y el son del festejo estaba -al menos a priori- en comprobar qué quedaba de aquella antigua competencia que giró en torno a la única tarde que habían compartido hasta ahora como matadores.
Roca acabó imponiendose claramente: por ambición, capacidad y sentido del liderazgo. El diestro limeño, además, reaparecía en España después de casi dos años en blanco y lo hizo en el mismo nivel previo al eclipse: cuajando inapelablemente a sus dos toros. En su primero, de Cuvillo, se vivió el primer conato de pique o competencia capotera entre Andrés y Pablo. Las verónicas del sevillano fueron replicadas con un ceñido combo de chicuelinas y tafalleras que calentaron la plaza. Roca, en plena forma, acabaría exprimiendo al toro de verdad por el lado izquierdo. Por ese pitón rompió de verdad la faena y se entregó definitivamente Roca, que apuró distancias y se reunió con el bicho en un explosivo final. La estocada, un punto rinconera, también fue fulminante. Le dieron una oreja. Le habían pedido las dos.
Cuando salió el quinto la corrida ya se había sumido en un mar de pausas que, como en la novillada de la víspera, amenazaba con diluir cualquier suceso por intenso que éste fuera. Roca Rey se equivoca de parte a parte acentuando pausas, provocando tiempos muertos. No añaden nada a un espectáculo que, por sí mismo, hace tiempo que entró en una peligrosa ampliación de sus tiempos naturales. El peor antitaurino siempre, es el aburrimiento... Con esas reflexiones andábamos cuando el quinto titular, después de una lidia interminable y al comienzo del último tercio se descordó contra un burladero.
La presidencia, sorprendentemente, sacó el pañuelo verde. Después de mil y un intentos para meterlo en los corrales acabó siendo apuntillado en la tronera de un burladero. El reloj ya pesaba, y de qué manera...La suerte quiso arreglar el asunto con un sobrero de Parladé, justito de todo pero de buen comportamiento en la muleta del matador peruano que le formó un auténtico lío desde los estatuarios iniciales, pasando por el macizo toreo fundamental, antes de amarrar su labor por ceñidísimas bernardinas. La espada, ay, encalló cambiando los máximos trofeos por una fuerte ovación que Roca Rey recogió desde el tercio.