Opinión | Fútbol

El Madrid no salió a jugar, solo a ganar

Con su leyenda de invencibles a cuestas, los blancos coronan otra Champions de la mano y la cabeza de Carvajal

La plantilla del Madrid celebra su victoria en la final de la Champions.

La plantilla del Madrid celebra su victoria en la final de la Champions. / EFE

El Madrid no saltó a Wembley a jugar, solo a ganar. En el minuto veinte de la final de la Champions, el escarolado Adeyemi le pide permiso y perdón a Courtois por haberse quedado a solas en el área, para renunciar a continuación educadamente a una oportunidad de gol. Y eso que el mejor portero del mundo tenía que justificar su presencia en el partido.

El guardameta cumplió con creces, tuvo que suplir la inhibición o pereza monumental de sus compañeros, enfermos de un exceso de convicción en el triunfo.

Las oleadas del Borussia eran dignas del Madrid, pero los alemanes no querían saltarse el protocolo que los condenaba a un papel subalterno. La incidencia de Adeyemi se repitió una docena de veces con distintos protagonistas. El Dortmund creó una atmósfera irrespirable, y no solo por el humo de las bengalas de sus seguidores. Según impone la tradición, la niebla se disipó en el minuto setenta. Con su leyenda de invencible a cuestas, los blancos se desperezan para coronar otra Champions inevitable de la mano y la cabeza de Carvajal, el último vástago de la furia española.

La parábola del Madrid que gana aunque no lo pretenda se refleja en el segundo gol. Bellingham aprovecha el error defensivo de un Borussia desmantelado para ceder a Vinicius, que marca porque chuta mal, por lo cual acierta con el disparo. Frente a este fatalismo de la victoria madridista, el Dortmund aceptó mansamente su condición de meritorio, y se entregó tras haber sostenido el espectáculo.

Los alemanes deben desaparecer con rapidez de esta crónica, el deporte obliga a concentrarse en los ganadores. Con una formalidad estadística, el Madrid ha desempatado las 14 Champions que igualaban a los 14 Roland Garros de su supremo admirador, Rafael Nadal.

La identificación del Madrid con la Champions es tan exacta, que la competición parece diseñada para su único ganador posible. Las nueve últimas finales disputadas y ganadas imprimen un palmarés que solo está al alcance del mismo Nadal de antes. La triste exhibición madridista de Wembley confirma que los blancos no reciban en ningún caso la etiqueta de mejor equipo de Europa, una jerarquía que se reserva rutinariamente para las sucesivas escuadras de Guardiola.

La Champions inevitable no oculta que el espectáculo de mayor calidad que ha contemplado esta temporada el Bernabéu ha sido un concierto de Taylor Swift. El Madrid no ha necesitado sustituir a Cristiano ni a Benzema para mantener viva su pasión por la victoria. Su convicción es tan aplastante que puede permitirse el oscurecimiento de Bellingham, que parece que está en el campo anunciando un dentífrico. En la asistencia del inglés a Vinicius, pervive la sospecha de que pretendía desentenderse del balón lo antes posible, su tónica en el partido. En cuanto al también desaparecido Rodrygo, la nula prestación justifica sus celos ante la llegada de Mbappé. En fin, en la Champions participan los mejores clubes de Europa pero la gana el Madrid, que no lo es. Esta circunstancia no desmerece el triunfo, lo agranda.

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