Opinión | El malecón

El fenómeno Lamine y mucho más

De la Fuente ha tutelado al grupo, al que conoce de carrerilla, con naturalidad, dando preponderancia al equipo

Lamine Yamal.

Lamine Yamal. / EFE

El prodigioso Lamine arrasa. El cadete azulgrana se ha ganado con creces las portadas, por más que el fútbol tienda a hiperbolizar, ávido de estrellas emergentes. Y Lamine está más en camino que nadie, mientras CR se marchita en Arabia y Messi está en su última cruzada en la Copa América. Queda Mbappé, encapotado por el propio Lamine en la semifinal. Y aprietan Vinicius -malparado en el torneo americano- y Bellingham, con Haaland incapaz de tirar de Noruega. Ni siquiera para hacerle hueco en una cita con 24 selecciones, a la que sí se alistaron Georgia y Albania, por ejemplo. 

Pero el refrescante efecto Lamine no debería eclipsar a esta España en la que en cada partido uno ha sido dieciséis y dieciséis han sido uno. Una selección que llegó a Alemania con reticencias. Las habituales por el desdén general salvo en aquel cuatrienio en el paraíso. En España, el papel vertebrador del fútbol confiere a los clubes.

A las suspicacias de casi toda la vida se añadió la zapatiesta en las cancillerías deportivas tras el beso de Luis Rubiales. Al frente de la caseta, Luis de la Fuente, marcado por su encrucijada en aquella delirante asamblea en la que el aún presidente se creyó ante una cofradía. A De la Fuente, siempre en el extrarradio del espumoso mundo de las celebridades, le faltaban, además, eco y seducción. Pero tras años exitosos en la trastienda de las categorías inferiores, nadie conocía mejor el vivero del fútbol español. Demostrado queda.

De la Fuente ha tutelado al grupo, al que conoce de carrerilla, con naturalidad, dando preponderancia al equipo. De paso, ha logrado lo que se demandaba desde el declive de la generación de oro, cuando el toque-toque no era más que una cadena de bostezos. Hoy, la Roja tiene ritmo y descaro, sabe jugar más de un partido dentro de un partido. Ni rastro de aquella cachazuda España de los miles de absurdos pases subordinados en Rusia 2018 y Qatar 2022. Esta Roja tiene gancho y nervio. Un fútbol protesta, el único cautivador en un campeonato de tacañones.

Otro de los recelos previos era la convocatoria. No se discutían los nombres, sino que mosqueaba el perfil bajo de un conjunto sin futbolistas deslumbrantes. Una sosería, en un país proclive a las broncas con la selección. Siempre con el Madrid y el Barça por el medio, claro: Michel, Raúl, el lamento madridista con Del Bosque por reclutar a tanto culé, la “tóxica amistad” entre Iker y Xavi… Encima, en los planes de De la Fuente solo un titular del Madrid (Carvajal) y dos del Barça (Pedri y Lamine).

Para colmo, Morata, desagradable e injusta diana cainita, llegaba tras una sequía goleadora. Laporte, renqueante desde la ortopédica liga árabe, nuevo mercado de Nacho y Joselu. Cucurella entró con calzador por las lesiones de Balde y Gayá. A Dani Olmo no le daba mucho escaparate el Leipzig, Ferran era muy suplente en el Barça, Oyarzabal no era el mejor Oyarzabal y Fabián estaba subyugado por los empavorecidos del PSG.

La Roja fue sumando la solvencia de Unai, la puntualidad de Merino, la solidez del mejor Carvajal. Y pocos echaban las cuentas de Rodri: en año y medio, ¡un encuentro perdido de 86! Un jugadorazo, como Fabián y Olmo. Por supuesto, como Nico y Lamine. Salvo a estos dos últimos, el resto no tenía gran cartel, sin feriantes que les tuvieran en el centro del escenario. Quizá les penalizara su alistamiento transfronterizo. Vaya usted a saber. Pero esta España de Lamine no solo tiene a un apasionante Lamine. Sostenía Luis Aragonés que hay jugadores más bonitos que buenos. La Roja los tiene buenos y, además, bonitos.

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