Opinión
El atentado forma parte del espectáculo
Los asistentes al mitin de Trump, incluso los más expuestos, reaccionan con frialdad y sin pánico a los disparos
Trump gira la cabeza hacia su izquierda, un gesto providencial que tal vez le salvó la vida, en el mismo momento en que está rodeado de carteles donde se lee «Joe Biden: You’re fired». O sea: despedido, incendiado, disparado. Los pósters parecen una instrucción literal para que el tirador dispare, despida la bala, haga fuego. A partir de este momento, el mitin de Pensilvania debería salirse del guion y desbocarse hacia el pánico.
Pues no. Se escribirán volúmenes sobre la sangre fría que salió del lóbulo superior de la oreja de Donald Trump, para cubrir su rostro en sendos regueros rojos que se confunden con el micrófono que lleva implantado. Sin embargo, y una vez que la víctima sobrevive con honores, lo fundamental es la reacción del público, que por ejemplo se halla expuesto a espaldas del presidente y candidato. Ahí reside la verdadera sorpresa.
«Basta con echar un vistazo...» es la frase inacabada de Trump antes de llevarse la mano a la oreja. Se agacha instintivamente, escoltado por el sonido de los disparos, y se llega así al momento 23F. Al igual que ocurrió en el Congreso, los tiros de procedencia y volumen desconocidos deberían haber provocado un «todos al suelo», obedecido sin distinción de ideologías.
Y tampoco. Hay un primer conato de algunos seguidores por protegerse, pero en unos segundos no solo recuperan sus posiciones normales sobre el asiento, sino que se levantan curiosos para avizorar de dónde proceden los disparos. Esgrimen por supuesto sus móviles, para inmortalizar la ubicación del tirador o para seguir a su mesías. Es peligroso asegurarlo, pero no tienen miedo, y esta impasibilidad que no pasividad habla mejor del resultado del próximo noviembre que miles de encuestas.
La frase de Trump en la campaña de 2016 que ha entrado en la leyenda establece que «yo podría dispararle a un tío en la Quinta Avenida, y no perdería ni un voto». Probablemente tenía razón, pero el sábado se puso a prueba la hipótesis simétrica. ¿Qué ocurriría si el disparado (fired) fuera el expresidente Republicano? Los seguidores de Trump reaccionaron como si el atentado formara parte del espectáculo, o como si fuera lo mínimo que podía sucederle a su brutal candidato. Daban por sentado su supervivencia, su imbatibilidad electoral.
No hubo estampidas tras un primer momento de indecisión. Es posible que Trump contribuyera a la calma ambiental, donde solo los miembros del Servicio Secreto correteaban al borde de la histeria, al minimizar el dolor o al exigir a sus escudos humanos que le permitieran levantar el puño derecho en medio de una nube de escoltas trajeados. Regresen a esta escena si el tiroteado reconquista la Casa Blanca.
Sobreponerse con sangre fría y puño en alto a un atentado por definición inesperado, motivando a la masa a gritar a coro «USA», es un gesto que gana elecciones enEstados Unidos. Y también en España, porque Aznar solo fue un aspirante serio a La Moncloa tras su comportamiento ejemplar en el intento de asesinato con bomba deETA.
Traduciendo al lenguaje electoral el doble fallecimiento en el país armado hasta los dientes, Trump tendría franqueado el regreso a la Casa Blanca si no fuera precisamente por su gestión anterior del cargo. Solo su currículum al frente del planeta se interpone ya en su camino triunfal. Los comunicados de tibia solidaridad de Biden, Obama o Sánchez confirman el impacto en las urnas, mediante el truco de denunciar en el asesinato fallido «la violencia y el odio» que en realidad atribuyen al candidato Republicano. Basta comparar con la expresiva y sentida solidaridad mostrada desde las antípodas por Maduro.
Todas las intervenciones públicas de Joe Biden parecen el último recital de Elvis en Las Vegas. Trump no solo emerge indemne de un balazo, y la suerte es consustancial a los cargos dirigentes desde Napoleón, sino que parece revigorizado y respaldado por seguidores imperturbables. Las patrióticas cadenas estadounidenses ensalzaban a los agentes del Servicio Secreto, pese a su frenesí descoordinado y falto de armonía, imponiendo las manos al expresidente como si ese gesto evangélico protegiera su vida.
El magnicidio es un riesgo laboral en la presidencia de Estados Unidos, y ha rozado al antiKennedy. Quienes sigan odiando a Trump, pueden refugiarse en que ni Ronald Reagan niJuan Pablo II se recuperaron jamás pese a haber sobrevivido a las intentonas respectivas, también con arma de fuego. Y los políticos que en todo el mundo corren el riesgo de ser trizados por una bala pueden aprender del salvaje Trump a reaccionar con un franco desprecio de la realidad, con la «absoluta despreocupación por tu suerte» recomendada por Séneca.
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