Opinión | Tenis

Nadal jugó a vida o muerte

Rafa Nadal.

Rafa Nadal. / EP

Rafael Nadal es el mejor deportista español de todos los tiempos, el segundo mayor tenista de todos los tiempos después de Djokovic (lo siento, patriotas) y el rebelde que acabó descentrando al mozartiano Federer (lo siento, puristas). Desde este palmarés, la retirada es más complicada para el megacampeón que ganar el Roland Garros número quince. El compromiso más terrible, accidentado y peor gestionado de su carrera ha consistido en acabarla.

Nadal despierta a la realidad. No acepta su retirada porque ha llegado el momento en que no podía ganar un partido más, sino porque no podía perder un partido más. La idea de una gira triunfal de despedida del mayor rockero de la raqueta carecía de sentido, al quedar trufada de derrotas en la pista. Esta pésima idea fue agravada por los corifeos que lo mantenían con respiración artificial. Lástima que no dispusiera a su costado de alguien que le refrescara el «memento mori» a que se sometían los césares romanos, a quienes puede equipararse. El deporte no tiene edad, si ganas. Otra cosa es que, sometidos al implacable criterio que impulsa el adiós del campeón, la mayoría de dirigentes españoles en todos los campos deberían desalojar sus cargos ahora mismo.

Nadal se retira porque compite, obedece la ley que impuso con insolencia. Era un campeón que no estaba previsto, se coronó desde un físico prodigioso y centrifugando sus limitaciones con una energía nuclear. A la velocidad suficiente, los errores adquieren una belleza mortífera. Incluso al Madrid y al Barça los he seguido con pereza, pero nunca un partido ultrasónico del mallorquín. 

Cuando el New York Times preguntó a acreditados especialistas mundiales cuál era el mejor tenista en las diferentes facetas del juego, Nadal obtenía unas calificaciones apreciables pero nunca deslumbrantes en los sucesivos apartados. Ahora bien, ante la pregunta resumen de «¿Qué tenista querrías que te representara en la pista en un partido en que se decidiera tu vida o tu muerte?», la respuesta era unánime y sería redundante repetirla aquí.

Nadal jugó a vida o muerte. La fascinación que ejercía se debe al contraste entre un vulgar entretenimiento con pelota para burgueses desahogados, Santana me recordaba que «se puede jugar con decencia hasta los 75 años», y la fiereza felina del campeón de 22 Grand Slams. Se elogian su deportividad y caballerosidad, pero el adiós nos obliga a sincerarnos. Si el tenis fuera un deporte de contacto, sus rivales hubieran quedado despedazados sobre la pista. De hecho, más de un finalista aniquilado en Roland Garros daba la impresión de haber recibido una paliza física, como si las bolas hubieran impactado sobre su cuerpo demacrado y magullado. Y que nadie se confunda, porque el toro bravo compuso sinfonías como la final de Wimbledon contra Federer, que es una de las mayores obras de arte de la humanidad.

Fuera de las pistas, Nadal ha visto recompensado económicamente con creces su sacrificio. Firmó un jugoso contrato para mejorar la imagen de Arabia Saudí, pero a cambio de lesionar el prestigio propio irreversiblemente para quienes no aman el tenis. La solución de compromiso es sencilla, mantened a los deportistas entre las líneas del estadio, donde despliegan su habilidad sin necesidad de abrir la boca salvo para impulsar la bola con sus alaridos. 

Ni Nadal ni Mbappé deben servir de modelos para la juventud, este papel ingrato corresponde a los humildes y sufridos profesores. Al reconocer a los deportistas de élite como excepcionales, se subraya su carácter de excepción, de monstruos fuera de la norma. Geniales con la pelota, tan vulgares como el vecino con un micrófono en los labios.

Y sin embargo, Nadal es el hijo que hubiera deseado tener Juan Carlos I. A medio siglo de distancia en edad, los abrazos que se han prodigado señalaban la continuidad que establecía el Emérito, que incluso se saltó el exilio para admirar a su vástago. Desde luego, el heredero legítimo sale despechado en esta historia. De ahí el orgullo ambivalente de Felipe VI y Letizia Ortiz en el Elíseo, cuando el monarca francés Emmanuel Macron inició el discurso de la cena de gala reclamando que el tenista formaba parte del patrimonio de su país, según se confirmaría en los Juegos Olímpicos de París’24.

El triunfo deja secuelas. Nadal impuso un tenis musculado y atroz para el esqueleto de sus artistas. La nueva generación atiende a su exigencia, dobla la apuesta y convierte los partidos en un frenesí de bolas que el mallorquín ya no puede alcanzar en condiciones. Dicho de otra forma, si el Djokovic-Alcaraz de los Juegos es la cúspide del tenis como perfección, hubiera sido imposible sin el citado Nadal-Federer inglés. 

En la despedida de la despedida, Nadal nos devuelve la libertad. El tenis seguirá siendo el refugio de sus adictos, una alternativa chic al fútbol proletario, pero el adiós del campeón que sacudió los cimientos elitistas de la raqueta nos exime a sus seguidores personalizados de un compromiso que se ha prolongado durante dos décadas. Nos toca buscar otro entretenimiento inocente.

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