Opinión | TRES EN LÍNEA

Zaplana, triste epílogo

Zaplana, triste epílogo.

Zaplana, triste epílogo. / EFE

La Audiencia Provincial de Valencia, en una sentencia dictada por una sección que preside un magistrado de conocida tendencia conservadora, ha condenado esta semana al expresidente de la Generalitat Valenciana, exministro de Trabajo, exministro portavoz del Gobierno y ex portavoz parlamentario del PP, Eduardo Zaplana, a una pena de diez años de prisión y 25 millones de euros de multa por los delitos de prevaricación, cohecho, falsedad y blanqueo de capitales. De forma ciertamente llamativa, en esta España extremada en la que vivimos, la noticia ha tenido un recorrido controlado, por decir algo, en la prensa de Madrid, donde Zaplana tenía amigos en cabeceras insospechadas y muy pocos enemigos. Pero no es cualquier cosa. En la historia reciente de España, Zaplana es el político de más alto rango jamás condenado en un caso de corrupción, el que ha recibido una pena de prisión más larga, el que tiene que afrontar una sanción económica más onerosa y el que más exposición llegó a tener ante la sociedad española. Zaplana, por resumirlo de la forma más gráfica que se me ocurre, es el hombre que el 11M salió por televisión, les miró a los ojos y les dio a entender que había sido ETA.

Desde que debutó en la política, Zaplana vivió bajo la sospecha de la corrupción. Pero siempre se fue de los sitios justo a tiempo de burlarla. Cambió València por Madrid antes de cumplir su segundo mandato al frente de la Generalitat, pese a haber revalidado la presidencia con mayoría absoluta. Y se fue de la primera línea política en el momento en que el PP enfilaba la nueva legislatura que le llevaría a recuperar el Gobierno central. Él, para el que las elites políticas y económicas de este país habían trazado una carrera que pasaba por ser vicepresidente de Rajoy para después dar el salto, se iba en plena función, como antes se había marchado del Palau. El día que finalmente fue detenido escribí que su sombra, la que toda la vida intentó mantener un paso por detrás, había acabado por darle caza.

Dirán que estoy sobredimensionando los hechos. Que también ha pasado por la cárcel todo un vicepresidente como Rodrigo Rato. Cierto. Pero Rato fue encausado por hechos cometidos cuando ya no ocupaba sillón en el Consejo de Ministros. Mientras que Zaplana ha sido condenado por acciones delictivas que cometió desde la jefatura del Consell y que continuó practicando siendo uno de los miembros más relevantes del Ejecutivo que en su segunda legislatura nombró Aznar.

Eso es lo diferencial de este caso. Las adjudicaciones de las ITV por las que Zaplana, según la sentencia que ahora será sin duda recurrida por sus abogados al Tribunal Supremo, cobró las mordidas con las que empezó a enriquecerse, se hicieron en 1997, menos de dos años después de llegar al poder. Vistas las fechas que se establecen en el relato judicial por el que ha sido condenado, Zaplana ya accedió a la presidencia de la Generalitat con un plan para defraudar dinero a los ciudadanos a los que había prometido gestionar con honradez. Y mientras ejerció como portavoz del Gobierno de España, primero, y del principal partido de la oposición después, continuó maquinando para engordar esas ganancias ilícitas y tenerlas a buen recaudo en paraísos fiscales fuera del país al que representaba desde las más altas instituciones. Por eso este caso no es uno más, aunque la enloquecida actualidad (Koldo, Ábalos, el fiscal general… no hay día sin espectáculo) induzca a relegarlo.

Con la perspectiva de esa sentencia, se comprende también ahora mucho mejor el acoso al que Zaplana sometió a los periódicos de Prensa Ibérica durante los siete años que presidió la Generalitat. Siete años en los que nuestros redactores no tuvieron acceso a ninguna administración ni ninguna fuente, a ninguna declaración ni ninguna entrevista. Siete años en los que nuestras cabeceras fueron excluidas de todo programa de publicidad institucional. Siete años en los que la Generalitat, las tres diputaciones provinciales y todos los ayuntamientos gobernados por el PP en la Comunidad Valenciana, entre ellos los de las tres capitales, no sólo no participaron en ningún acto de nuestros periódicos, sino que los boicotearon amenazando a cualquiera que se atreviera a acudir a ellos. Zaplana no quería testigos incómodos, así que, no pudiendo comprar su silencio, trató de acallar sus voces. No lo consiguió gracias a la profesionalidad de aquellos periodistas. Pero también a la solidez de quienes entonces dirigían esos periódicos, Ferran Belda y Francisco Esquivel. A la seguridad que nos proporcionaba el servicio jurídico que encabezaba Rafael Simón, que consiguió la primera condena a un grupo parlamentario jamás dictada en nuestro país ante el aluvión de insultos y bulos que desde las Cortes se propalaban contra Prensa Ibérica. A la confianza y el respaldo absoluto del máximo responsable de nuestro grupo en la Comunidad Valenciana, Jesús Prado. Y, sobre todo, a la firmeza de nuestro editor, Javier Moll, en la defensa de los principios que hacen del periodismo un pilar de la democracia, aun cuando la defensa de esos principios ponía en riesgo el balance de sus empresas. En su ejercicio de la crítica y la investigación de algunas de las irregularidades que se estaban cometiendo, los periodistas de Levante-EMV e Información siempre contaron con esa red y ese escudo. Conviene no olvidarlo.

Hace años me impactó una frase que me dijo el exconseller Luis Fernando Cartagena, condenado por varios latrocinios, entre otros quedarse con el dinero que unas monjitas habían donado al Ayuntamiento de Orihuela cuando era su alcalde: «Yo soy corrupto por sentencia judicial». Con esa expresión, trataba de poner distancia entre el fallo emitido por los jueces y la realidad, como si estuvieran en dimensiones distintas. Pero Zaplana, aquel presidente joven y simpático que colocaba en sus intervenciones frases entresacadas de discursos de Kennedy, el hombre que prometió a los valencianos la Luna cuando en realidad pretendía quedársela para cobrar comisión, sabe que por mucha literatura que le eche realidad sólo hay una. Y que su epílogo no puede ser más triste.

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