Opinión | Al compás

De lo auténtico, lo inmersivo y el ‘satisfyr’

Tablao flamenco en Sevilla. / EFE

Llevo un tiempo asistiendo con perplejidad a cómo todo lo cultural, incluso aquellas artes como la pintura o la literatura que hasta ahora habían mantenido un mayor decoro, está dejándose contaminar por la modita de lo experiencial y lo inmersivo. Dos conceptos absolutamente esnobs que no vienen sino a tratar de atraer al público con la promesa de que merece la pena pagar más para vivir un momento irrepetible que, a ser posible, puedas postear en Instagram.

Viendo las luces de colores que iluminan la muralla de la Macarena o el Alcázar, la increíble oferta de visitas teatralizadas en las que actores disfrazados resumen a grupos de adultos los siglos de historia de un monumento en una ruta exprés o las grandes exposiciones que giran por el país proyectando en 3D cuadros universales que por lo visto se pueden tocar (pero no ver), me pregunto si habremos perdido la capacidad de emocionarnos con la mera contemplación. O si será que, en esta sociedad sobre estimulada, no nos seduce ya nada que reclame algo de nosotros. Por eso, preferimos que otros decoren nuestra existencia con sueños prefabricados y neones.

O si será que, en esta sociedad sobre estimulada, no nos seduce ya nada que reclame algo de nosotros. Por eso, preferimos que otros decoren nuestra existencia con sueños prefabricados y neones.

Puede que en estos tiempos que corren, de satisfyr, glovo y shein, sea ya imposible que se nos erice el vello con el arte, si éste no admite filtro ni se puede acelerar pulsando el X2 con que escuchamos a quienes, por falta de tiempo para quedar, nos resumen sus vidas en un audio de whatsapp. “La cultura ha perdido tensión espiritual y ha pasado a ser industria del ocio”, me comentó sobre el tema Luis Landero. Y la verdad, desde mi obsoleto concepto del arte como algo profundo que debe aspirar a lo trascendental, me entristece pensar que la cultura haya dejado de tener sentido por sí misma, si no va asociada al consumo, al atractivo turístico o al placer rápido.

Me viene la reflexión estos días porque encuentro que el flamenco cada vez está sumándose más a esta tendencia. Es decir, por un lado, defendemos la herencia romántica de elevar la vivencia flamenca a lo sublime, sosteniendo que “esto hay que vivirlo para entenderlo” y “se lleva o no se lleva”, y por otro pervertimos vendemos el acceso a lo auténtico previo pago. Toma que toma.

A veces me cabreo cuando me escriben porque “un/a amigo/a viene a Sevilla y quiere ver algo de flamenco pero que no sea para guiris”. Juro que me entran ganas de preguntarle si cuando el susodicho/a va a Londres pregunta dónde ver un musical “que no sea para turistas” o qué es lo que según él/ella determina ser “guiri”, si es haber nacido en otro país o no haber escuchado antes una soleá. El comentario me indigna porque esconde una mirada desfasada que entiende lo jondo como un arte menor, que surge espontáneo por los rincones. Que los artistas están cantando y bailando por la ciudad, así como así, esperando que alguien venga y se siente con ellos alegremente para que se vayan felices y con los deberes hechos de Sevilla. Por supuesto, prudentemente, les recomiendo las peñas, los tablaos o los teatros y les indico, como dice mi amigo El Choro, que “no hay flamenco para guiris o no guiris, que hay flamenco bueno y malo”.

Les recomiendo las peñas, los tablaos o los teatros y les indico, como dice mi amigo El Choro, que “no hay flamenco para guiris o no guiris, que hay flamenco bueno y malo”.

Desde luego, una columna no da para teorizar sobre la pureza o la autenticidad (que, en todo caso, es siempre una aspiración) pero lo que sí tienen que saber es que en el momento en que usted paga una entrada es siempre un espectador de una construcción artística, de una ficción. No le están ofreciendo nunca el pase a reunión privada en la que la cosa surge de manera orgánica y natural. Ni siquiera aunque usted sea quien se lleva a los artistas para que le hagan la fiesta en casa. Entre otras cosas, porque participar de la esfera privada o íntima del flamenco requiere pertenecer a una comunidad y eso no tiene precio, menos mal. Lo digo para que empecemos a desmitificar.

Claro que, aún más importante, es ser conscientes de que esa invitación a lo verdadero que se anuncia en los flyer sólo trata de satisfacer sus ansias de sentirse especial porque, en realidad, no hay experiencia jonda más bonita que sentarse donde sea (en un teatro, en un festival, peña o tablao) a escuchar, ver o sentir a un cantaor, bailaor, guitarrista o músico explicar, compartir, buscarse, expresar o comunicar aquello en lo que cree. Y esperar, sabiendo que no siempre sucede, que la actuación le zarandee y le remueva de la silla o que se produzca uno de esos instantes cuya fórmula los flamencos llevan décadas queriendo descifrar.

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Como digo, la inmersión es estar, aprehender, asumir que podremos acabar decepcionados y sentir el caos de tener que sacar nuestras propias conclusiones frente a lo que asistimos. Y lo único o irrepetible será aquello que no olvide.