Distintas geografías del sentimiento

El peregrinaje a un lugar sagrado o mítico es algo que existe en muchas religiones. Fue algo común en la cultura grecolatina

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13 may 2018 / 21:59 h - Actualizado: 13 may 2018 / 22:01 h.
"La memoria del olvido"
  • Detalle de la fachada del Monasterio de Tentudía en Badajoz. / El Correo
    Detalle de la fachada del Monasterio de Tentudía en Badajoz. / El Correo

El peregrinaje a un lugar considerado sagrado o mítico y que, con frecuencia, está –o estuvo– aislado no es algo que sólo pertenezca a una determinada religión sino que existe en muchas de ellas. Recorrer el camino que llevaba a santuarios de distintas divinidades fue algo común en la cultura greco-romana. Quien visite Delfos, en Grecia, puede constatar por los diversos «tesoros» –edificios que son ofrendas o «ermitas»– que hasta allí llegaban, «corporativamente» y compitiendo entre ellas, las más diversas ciudades del Ática. También en los libros del Antiguo Testamento, aunque sean para criticarlos, aparecen romerías de cananeos, filisteos y otros pueblos de la zona a los «altos» –templos o sitios de culto en lugares elevados– y ceremoniales que se realizaban en ellos.

Puede ser que, por eso, los viajes de peregrinación en el mundo de la religiosidad ortodoxa sigan aun esa línea y se muevan en el mundo actual con los mismos aires que refrescaban aquellos de la antigüedad, con bosques que eran templos consagrados a Minerva y escenario ideal de duendes y faunos. El relato ancestral, ya cristiano, de una de éstas habla de una ciudad legendaria llamada Ulna, atravesada por la corriente del Fisón, uno de los ríos del Paraíso, en la que, en un monte rodeado por un lago, se hallaba «la iglesia madre del santísimo apóstol Tomás».

Trasladándonos a otras latitudes sentimentales encontramos que, a pesar de contradecir la imagen de estricto monoteísmo que el islam trasmite hacia fuera, en todo el Norte de África abundan las romerías cuyos elementos, en muchos casos, son similares a las que conforman las andaluzas. Entre ellas destaca la que anualmente lleva a decenas de miles de romeros a la cima del monte Alam, entre Tetuán y Chauen y, más o menos, con la misma altura que Tentudía (1.300 metros) donde se encuentra la tumba de un santo muy venerado en el país, Muley Abdesalam ben Mechich. El paraje, un inmenso alcornocal, se parece mucho al de la Peña de Arias Montano, en el municipio onubense de Alájar y, en las cercanías del santuario, los puestos de dulces, juguetes y recuerdos tienen el mismo aire que los cercanos a la ermita de la Virgen del Rocío.

Sin embargo las peregrinaciones que, viniendo de un pasado remoto, llegan hasta nuestros días encastradas en diversas religiones, no son todas iguales y, tal vez, esa diversidad existió desde siempre. Los viajes que popularizan en la Edad Media a Roma, Jerusalén o Santiago de Compostela o el que en la religión islámica es un precepto, el de llegar a La Meca, tienen unos componentes distintos a los que, en el ámbito cristiano, distinguen a las romerías andaluzas y, en general, a las españolas y, en el musulmán a las del Norte de África y, especialmente, a las de Marruecos, Túnez y Argelia.

En aquellos caminos medievales hacia las ciudades santas o los que aún hoy se realizan para llegar a Fátima o Chestokova existió o existe un objetivo y una relación causa-efecto mientras en los del Rocío, Valme, el Santuario de la Cabeza, en Andújar... la teleología del peregrinaje es otra.

En la estancia de centenares de miles de peregrinos dentro de la desmesurada plaza que se extiende delante del santuario de la Virgen de Fátima, en la portuguesa Cova de Iría, reina el silencio y nadie festeja la llegada a ese enclave después de horas o días de camino realizado, además, en un ambiente de recogimiento ascético. Nada que ver con el concepto y el desarrollo del peregrinaje en el clima social y espiritual de las alegres romerías mediterráneas.

La escena de una carroza de plata que, engalanada con flores, avanza lentamente y rodeada de gente vestida de fiesta por arenales alejados aparentemente de la civilización aunque ésta se encuentre a poco kilómetros es la misma con la que Werner Herzog abría su película Aguirre, la cólera de Dios retratando a aquellos aventureros que, en el siglo XVI, atravesaban montañas y selvas americanas en pos de la realización de un sueño: encontrar Eldorado.

Las escenas de la cinta cinematográfica no están tan alejadas de lo que sucede cada año a las decenas de miles de personas que, partiendo de sus pueblos o ciudades recorren el camino que las lleva hasta las inmediaciones del arroyo de la Madre, en la aldea de El Rocío. Subjetiva y anímicamente están muy cerca las unas de las otras aunque la finalidad de aquellas fuera tan distinta: lo que las movía hace siglos y las mueve ahora no es la de expiar una culpa o alcanzar a ver un milagro sino la de hacer realidad un sueño. Esas acciones tienen una meta muy alejada de la consecución de una marca e igualmente distante de los objetivos que, en la Edad Media o en el islam, movían y mueven a realizar el viaje a «ciudades santas». La esencia del peregrinaje mediterráneo no es milagrera o punitiva: se define, sobre todo, por colmar aspiraciones anímicas. Está enclavada en otra geografía espiritual.

En cada época eclesiásticos defensores de ascéticas tenebristas intentaron acabar con lo que, según ellos, sólo eran jolgorios y los intereses de los Señores y los Reyes vieron como llevar el agua de las riadas del sentimiento a su molino pero, contra viento y marea, las romerías siguen ahí, independientemente de la religión en la que estén incardinadas, buscando recomponer las relaciones entre la persona y el universo y, al modo de cada cual, encontrar el mismo equilibrio cósmico que buscaban los místicos en un espacio de libertad que nada tiene que ver con el que se soporta cotidianamente. ~