La Historia como pregunta

La rectitud de los renglones históricos sirve ideológicamente para hacer concebir la idea de que solamente ocurrió una cosa en cada momento

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20 may 2018 / 22:22 h - Actualizado: 20 may 2018 / 22:23 h.
"La memoria del olvido"
  • La Historia como pregunta

En cada territorio con personalidad definida, la Historia fue casi siempre dibujada como un proceso lineal en el que todo iba convergiendo hacia un punto fatídico que consagraba el territorio con la definición de nación y lo lanzaba hacia un destino y, por la misma razón que ningún loco se cree a un loco sino que todos piensan ser Napoleón, el destino de ninguna nación fue el de ser segundona.

Cada nación nace, naturalmente, para conseguir la grandeza. Por eso, en el acontecer de cada uno de esos territorios con conciencia de ser independiente de los demás, los grandes hechos del pasado estaban prefijados, no tuvieron más remedio que producirse, no existía ninguna otra posibilidad o todas las que existían estaban condenadas a no florecer.

Del cúmulo ingente de hechos que, en verdad, se produjeron sincrónicamente en cada lugar solo llega al estudiante y al ciudadano medio una línea recta de ellos, siempre con otros delante y detrás pero sin nada a su izquierda y a su derecha. Esa rectitud de los renglones históricos sirve ideológicamente para hacer concebir la idea de que, a lo largo de los siglos, solamente ocurrió una cosa en cada momento, únicamente existieron hechos engarzados en un único hilo: el hilo de la Historia que da a luz una nación, a cada nación porque todas lo tienen y todas se consideran agraciadas por el don de su propio hilo, por el tronar de sus propios cañones, por la grandeza de sus propios héroes, por la benevolencia de su propio Dios.

La nación, como tantas otras cosas, no es más que una construcción mental mucho más sentimental que racional aunque, en un determinado momento del devenir de la humanidad, pueda hacer avanzar y, en otro, no sirva sino para retroceder. Los siglos de las grandes guerras imperiales, el XIX, con el invento de la fotografía, y el XX, con el del cine, dejaron constancia de la irracionalidad de esos planteamientos con las imágenes de las ceremonias de cada uno de los ejércitos nacionales decididos a enfrentarse en batallas en las que cada cual entra estando seguro de tener a Dios de su parte. Pero también constataron que los derrotados salían sin atreverse a llegar a la conclusión de que Dios era de los otros y de que, siguiendo el proceso anterior, continuarían creyendo en todo cuanto hizo nacer la nación y confiando en que, más adelante, se haría realidad el destino de grandeza para el que vio la luz: el que marca con exactitud su Historia. Evidentemente se trata de una tautología, porque la Historia –lo anterior– se escribe siempre –posteriormente– reinterpretando los hechos pero, al parecer, nadie tiene en cuenta en cuenta esa evidencia.

Si en vez de fijar la vista en la cadena unidimensional de hechos sucesivos se mirara alrededor de ellos, se descubriría, por el contrario, que realmente el tiempo fue dibujando a la vez muchos caminos, que pocos de ellos se limitaban al estricto espacio geográfico después consagrado como único y distinto y que el devenir en cada enclave y en todos ellos siempre fue una rara combinación de azar y de necesidad.

España es una más de esos territorios a los que se los hizo nacer en un determinado momento y con un destino no menos determinado. Su Historia, por tanto, tampoco es una hilera de acontecimientos singulares, sino que está formada de hechos acontecidos sincrónicamente o en diacronía divergente o paralela, unos más cercanos y más lejanos, otros.

Después de siglos en los que no reinó la reflexión sino el aprendizaje memorístico, tras generaciones de estudios en los que a cada escolasticismo solo le sucedía un neoescolasticismo y donde los dogmas no tenían más salida que el dogma de enfrente, tal vez haya llegado la hora de pensar de otra manera.

Porque, como les sucede a los demás países, también aquí, los caminos que se pierden, igual que sucede con los ríos subterráneos, pueden reaparecer mucho después y en lugares muy distintos para tomar otros derroteros o, incluso, para que un mismo camino sirva de vía a hechos completamente distintos e, incluso, enfrentados.

Hoy ya está más que meridianamente claro que el concepto de nación es un atavismo. Con él no terminó una nación que se impusiera a todas las demás por medio del imperialismo que movía a las grandes potencias coloniales ni las internacionales que estaban convencidas de representar a los que dominarían un futuro mundo sin fronteras. Con el concepto de nación ha termindo el dinero y las corporaciones apátridas que lo acaparan y los mueven a lo largo y a lo ancho del mundo.

A pesar de que, a veces, la imagen de España siga estando distorsionada y aparezca como la de un país lleno de jirones del pasado, lo cierto es que, a pesar de lo que se diga, en los últimos 40 años, este país ha sido política, social y económicamente tan innovador que en muchos campos, son los demás los que van a su zaga. Es cierto que en los últimos años lo innovador ha quedado oscurecido o casi apagado pero no lo es menos que eso ya pasó otras veces y que, sin embargo, se logró salir de la parálisis.

No se sabe cuantas veces se habrá repetido eso de que la Historia es una maestra y hay que aprender de ella pero, a lo mejor, es necesario cambiar el discurso –o, como se dice ahora, el relato– y pensar que, parafraseando el título de aquel libro de Jorge Wagensberg, la Historia no es la respuesta sino la pregunta.