Antonio Ordóñez, 25 años después

El maestro de Ronda falleció de cáncer el 19 de diciembre de 1998. Considerado en vida un maestro de referencia y torero de toreros, su desaparición le elevó a la categoría de mito de la Tauromaquia

Inconfundible e imperial cite de Antonio Ordóñez, vestido de heliotropo y oro. Foto: Arjona

Inconfundible e imperial cite de Antonio Ordóñez, vestido de heliotropo y oro. Foto: Arjona / Álvaro R. del Moral

Álvaro R. del Moral

La Esperanza de Triana aún no había sido subida a su camarín el 20 de diciembre de 1998. Dos días antes se había celebrado la fiesta de la Expectación, centro del multitudinario besamano que, con todas las Esperanzas de Sevilla, se convierte en la antesala de la Navidad según Sevilla. En realidad parecía que la Virgen había descendido para despedirse de Antonio Ordóñez –su ataúd fue cubierto con un manto de luto de la dolorosa de la Madrugada- que había fallecido en la víspera –ahora hace 25 años- después de pelear con un cáncer que no quiso dar tregua. La Capilla de los Marineros y hasta media calle Pureza se iban a quedar pequeñas, sobrecogidas por un impresionante silencio que sólo rompía el tañido fúnebre de las campanas. Era el adiós a un torero de toreros que, además, fue hermano mayor de la corporación trianera.

A la misma hora que se despedía al maestro de Ronda se tenían que haber soltado el primer novillo de un festival que se había anunciado en la plaza de la Maestranza. Se había organizado, con la implicación directa de Ortega Cano y la mediación de la Cruz Roja, a beneficio de las víctimas del huracán Mitch que había asolado parte de Centroamérica. El propio diestro cartagenero integraba un cartel en el que también figuraba el mismísimo Manuel Benítez ‘El Cordobés’ además de Curro Romero, Manolo Cortés, Enrique Ponce y los novilleros Enrique Muñoz y El Pireo.

Pero todo había dado la vuelta. El ocaso del coloso de Ronda obligaba a cambiar todos los planes. El fallecimiento se había producido en la Clínica del Sagrado Corazón, donde había sido ingresado prácticamente en agonía. Era un fin anunciado: la fachada de la enfermedad era evidente en la Goyesca de aquel año y no tenía billete de vuelta. El cadáver del maestro retornó a su casa de Iris, la breve calleja que los toreros tenían que haber recorrido abrigados por el marsellés en aquella mañana fría y nublada para alcanzar el portón que da paso al patio de cuadrillas de la plaza de la Maestranza.

Y en la casa fue velado por los suyos: su hija Carmen y su nieto Francisco, entonces recentísimamente casado con Eugenia Martínez de Irujo; sus hermanos Pepe y Alfonso, la viuda Pilar Lezcano... Comenzaba el desfile de toreros de todas las épocas y categorías, amigos, compañeros, autoridades... llegaban las declaraciones de pésame y elogio a uno de esos escasos toreros de toreros, paradigma de clasicismo, que había marcado parte de la historia taurina del siglo XX.

Mientras tanto, los carteles pegados en la calle seguían proclamando que en aquella jornada invernal, víspera de las fiestas navideñas, tenían que haber sonado los clarines en el coso del Baratillo. La empresa, algo sobrepasada por los acontecimientos, había tardado en sentenciar una suspensión inevitable. Con el maestro de Ronda de cuerpo presente a dos pasos del coso del Baratillo sólo cabía una solución: la cancelación del festejo; por respeto a su memoria pero también para facilitar el homenaje de las gentes del toro en aquella capilla ardiente instalada a dos pasos de la propia plaza. Antonio Ordóñez Araújo, “el hijo más preclaro del Niño de la Palma”, acababa de entrar en la historia.

Paradigma de clasicismo

¿Quién fue Antonio Ordóñez? Las películas de la época no hacen justicia a la verdadera trascendencia de un torero tenido por modelo del arte de torear. Su entrada en escena se produjo en pleno postmanoletismo –tomó la alternativa cuatro años después de la muerte del Monstruo de Córdoba- precediendo a los grandes ases de la Edad de Platino –Puerta, Camino y El Viti al frente- que llenaron los prodigiosos 60 en paralelo con la irrupción de otro fenómeno de masas que puso el toro y la sociedad boca abajo: Manuel Benítez ‘El Cordobés’.

En medio de todos ellos, Ordóñez se convirtió en la piedra angular del clasicismo, bebiendo del mismo venero que antes había alimentado la línea Gallito-Chicuelo-Manolete a la que dotó de una especial majestad apoyada en su impresionante porte imperial. El maestro de Ronda se transfiguraba delante de los toros convirtiendo cada muletazo en una escultura clásica. No es casual que Antonio Ordóñez fuera el primer matador de toros en recibir la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 1996. Los franceses, por cierto, se habían adelantado entregándole la preciada Legión de Honor un año antes. Cosas de esta España...

Alternativado en 1951, escenificó su primera retirada en 1962 después de torear en la feria de Nuestro Señor de los Milagros de Lima. Pero Ordóñez volvería en 1965 y lo haría en plenitud, manteniéndose en activo hasta el 12 de agosto de 1971, cuando volvió a eclipsarse en el viejo Chofre de San Sebastián. Desde entonces convirtió la cita anual con ‘su’ Goyesca de Ronda en una peregrinación anual para los practicantes de la religión del ordoñismo. El maestro se preparaba concienzudamente para estas citas a las que otorgó su mayor apogeo en la década de los 70 hasta que, espoleado por los retornos de compañeros de generación como Manolo Vázquez o Antoñete, anunció una nueva reaparición. Pero las cosas no salieron como se habían planeado. Una fuerte lesión sufrida en los entrenamientos le mermaría de dificultades para siempre. El rondeño había toreado mano a mano con su yerno Paquirri en la Goyesca del 80 sin saber que no habría más. Después de varios titubeos volvió a vestirse de luces en el 81 anunciándose en Ciudad Real y Palma de Mallorca. Las cosas no salieron. No podían salir... No volvió a torear más.

Se casó con Carmen González, la hermana de Luis Miguel Dominguín. Las relaciones entre los cuñados no siempre fueron fáciles y se escenificaron –según el dictado del viejo Dominguín- en aquel estío del 59 que Ernesto Hemingway retrató literariamente para la revista Life como ‘El verano peligroso’. El premio Nobel norteamericano había hecho de la amistad con el hijo del Niño de la Palma uno de los estandartes de su última etapa española. Antes había sido íntimo de su padre, al que convirtió en el Pedro Romero de su novela ‘Muerte en la tarde’. Ordóñez también frecuentó la amistad de otro prócer enamorado de este país, el cineasta Orson Welles, que pidió ser enterrado en ‘El Recreo de San Cayetano’, la finca rondeña del torero.

El maestro de Ronda fue amortajado con la túnica de terciopelo verde de la Esperanza de Triana pero su devoción primera –y el primer hábito nazareno que vistió- fue el de la Soledad de San Lorenzo, a la que acompañaba en las tardes de Viernes Santo -antes de la reforma del calendario litúrgico- como maniguetero de añejo antifaz de terciopelo negro. El genial rondeño entregó varios vestidos para el ajuar de la última dolorosa de la Semana Santa. Seguramente, el más famoso de todos es aquel heliotropo y oro que vistió en una de las tardes de la histórica Feria de Abril de 1967, después de seis años de ausencia del coso del Baratillo.

Sus cenizas reposan hoy muy cerca del lugar en el que fue enterrado otro torero mítico como Curro Guillén, delante de la puerta de chiqueros de la Maestranza de piedra de su Ronda natal. Ordenó que esparcieran otra parte en la Camarga francesa, donde fue rey. Su recuerdo permanece vivo. El aura del coloso rondeño aumenta con el tiempo. Hace 25 años que descansa en paz, “cerca del único maestro”.