La ley de descanso dominical, que también alcanzaba entonces la publicación de la prensa escrita, impidió que el lunes 17 de mayo de 1920 se pudieran conocer los pormenores de la cornada mortal de Joselito en Talavera de la Reina. Quedaban aún algunos años para la creación de la célebre ‘Hoja del Lunes’ aunque la noticia, boca a boca, y gracias a la inmediatez del telégrafo había dado la vuelta a todo el país y, sobre todo, había llegado hasta Sevilla en el anochecer de aquel infausto domingo de primavera.
En la entonces recoleta localidad toledana de Talavera de la Reina se había hecho un espeso silencio en el crepúsculo del 16 de mayo. La fotografía de Ignacio Sánchez Mejías sosteniendo la cabeza de su cuñado José en la enfermería del coso talaverano sigue siendo un icono. La imagen, de alguna forma, servía para despedir toda una época y estrenar otra que quedaría cercenada con otra muerte: la del propio Ignacio, comido de gangrena después de ser cogido en Manzanares en el ferragosto de 1934.
Rafael El Gallo, que había salido de Madrid en automóvil sin conocer el definitivo desenlace de la tremenda cogida, alcanzó por fin Talavera pero un supremo terror supersticioso le impidió entrar en la enfermería donde ardían cirios en torno al cadáver de su hermano. Al día siguiente recibiría un telegrama revelador del gran Guerrita que pontificaba desde Córdoba: “Se han acabado los toros...” Empezaba una noche larga, angustiosa, tristísima, débilmente iluminada por esas velas que despedían al mejor de su casta mientras la cuadrilla, derrotada, seguía sin dar crédito a la tragedia.
La infausta tarde del 16 de mayo de 1920 también se habían abierto las puertas de la efímera Monumental de Sevilla. El Correo de Andalucía, en su edición del 19 de mayo de 1920, narraba los pormenores de esa lejana tarde plomiza en la que se celebró una novillada sin historia. La noticia, lógicamente, era otra. En Sevilla había caído herido otro José Gómez anunciado en los carteles como Joseíto de Málaga. Pero nadie hablaba de ese festejo sin historia. El rumor de la tremenda cogida de Gallito corría por la ciudad según se acercaba el crepúsculo, especialmente en los corrillos y las tertulias de Sierpes y Tetuán que seguían pendientes de los distintos telegramas. No había lugar a dudas: Parrita, íntimo del torero y presente en Talavera, fue el primero en confirmar la noticia que sacudió la ciudad antes de que doblara la tarde: ¡Joselito había muerto!
Los restos del coloso amanecieron en Talavera cubiertos por la basta manta de la enfermería del coso del Prado. Los cirios ya se habían consumido pero había que disponerlo todo para su traslado a la capital. El féretro –trasladado en ferrocarril- alcanzó la ciudad de Madrid en las primeras horas de la tarde del 17 de mayo. En la estación de Delicias se formó la comitiva fúnebre hasta el domicilio madrileño del torero de Gelves, en la calle Arrieta. Las ‘Memorias de Clarito’ sitúan en la cabecera de aquel lúgubre cortejo a Fernando El Gallo, Ignacio Sánchez Mejías, Enrique Ortega ‘Cuco’ y Parrita –su administrador- además de los picadores Farnesio y Camero y el mozo de espadas Paco Bota. Llegaron a la casa madrileña de José a las siete de la tarde. A las nueve se abrió el velatorio, instalado en el comedor, sin que faltaran las visitas de matadores de la talla de Machaquito, Vicente Pastor o Rodolfo Gaona para dar el último adiós al que había sido rey de los matadores.
El velatorio se extendió hasta la mañana del martes, día 18 de mayo, en coincidencia con la publicación en ABC de la crónica de Gregorio Corrochano en la que se detallaban los pormenores del festejo de Talavera... y algo más. El escrito merece ser desmenuzado y relacionado con los antecedentes de aquella corrida en el que tanta y tan interesada parte había jugado el crítico talaverano. Más allá de narrar la tragedia, el periodista aprovechaba las columnas del prestigioso diario para hacer un asombroso ejercicio de exculpación que sumaba a un indisimulado e innecesario afán de protagonismo que ya abordamos en la tercera parte de este serial que suma, con ésta, cuatro entregas. Corrochano no dejaba de sacar pecho –poniéndose una nueva medalla por la presencia del torero en su pueblo natal- al advertir del llenazo de la placita de Talavera en la que Joselito fue aclamado “como se recibe al artista que les hace el favor de ofrendarles su arte; dándose perfecta cuenta de su papel de favorecidos”.
Pero el escritor aportaba –sin que nadie se lo hubiera pedido- su propia versión del proceso organizativo del evento, comenzando con la legitimación de la oscura ganadería local escogida. No era otra que la de su propia tía, la famosa viuda de Ortega. La vacada la gestionaba su primo Venancio Corrochano. Pero eso es lo de menos. “Como acerca de la organización de esta corrida se ha fantaseado tanto”, argumentaba el crítico, “voy a referirlo con todos los detalles que yo conozco, por mi parentesco con los ganaderos”. Corrochano desgranaba los pormenores de la gestación de aquel ‘meeting’ familiar “sin que a ninguno, ni remotamente, se nos ocurriera pensar en Joselito”. ¿Para qué dar tantas explicaciones? El crítico seguía marcando su punto de vista sin llegar a esbozar en ningún momento el verdadero motivo presencia de Joselito en su pueblo natal. Todo obedecía a un plan para congraciarse de una vez por todas con Corrochano, colmando –al menos- su vanidad para que cesara la feroz campaña de desprestigio que había emprendido dos años antes.
Es la misma vanidad que trasluce en los últimos párrafos de su crónica, recalcando el “entusiasmo” del pueblo de Talavera –su pueblo- por la presencia de la gran figura. “Éste fue el proceso que siguió esta desdichada corrida de Talavera, en la que no tuve más intervención que la de recomendar a Larita, que no fue, y poner al empresario Leandro Villar en relaciones con mis paisanos para que le facilitaran su gestión” argumentaba Corrochano que, con Joselito de cuerpo presente, aún aprovecha los renglones finales para seguir echando balones fuera. “Lo cuento a título de curiosidad, y al mismo tiempo para aclarar algunas informaciones que pudieran interpretarse mal. No por otra cosa, ni por salvar responsabilidades que no existen. ¿Puede ser culpable, ni su mayor enemigo, de la tragedia de un torero?”, finaliza la crónica. Evidentemente no se puede culpar a Gregorio Corrochano del trágico final de Joselito. De ninguna manera. Pero sí hay una certeza irrebatible: José estuvo en Talavera para congraciarse con el feroz crítico que, con el torero aún sin enterrar, parecía estar más interesado en limpiar su expediente que en cantar al coloso caído. Pues ésa es la verdad. Escrita está...
La tarde del 18 de mayo, como los días anteriores, tenía que haberse celebrado una corrida en Madrid. Los carteles aún anunciaban los nombres de Belmonte, Varelito y Fortuna para estoquear una corrida de Albarrán. Pero prácticamente a la misma hora en que debía romperse el paseíllo en el viejo coso del camino de Aragón estaba saliendo el cadáver de Gallito con destino a la estación de Atocha, depositado en una suntuosa carroza fúnebre ‘a la gran Doumont’. La comitiva empleó dos horas en alcanzar y cruzar la Puerta del Sol, la carrera de San Jerónimo y el paseo del Prado. El furgón fúnebre esperaba en una vía muerta antes de ser enganchado al expreso de Andalucía para emprender el último viaje a Sevilla...
El expreso con los restos de Joselito, después de una parada en Córdoba, llegó a la estación de Plaza de Armas a las nueve de la mañana del miércoles 19 de mayo. La salida del féretro, envuelto en una impresionante muchedumbre, fue el comienzo de una desbordada manifestación de duelo. Inmediatamente se formó la comitiva que condujo los restos de aquel coloso caído en Talavera de la Reina por Alfonso XII, el Duque, Amor de Dios, la Alameda de Hércules –unos inmensos crespones enlutaban las columnas- para pasar a Feria, la Resolana y don Fadrique. La llegada al cementerio de San Fernando se retrasó hasta las dos de la tarde. El ataúd de Joselito fue colocado en la antigua sala de duelos del camposanto sevillano hasta que a las ocho de la tarde, y en la única presencia de un puñado de íntimos, fue colocado provisionalmente en un nicho –el número 6- de la calle Virgen María. Aún quedaban varios años para que, cedido el correspondiente terreno por parte del Ayuntamiento, se alzara el impresionante mausoleo de Mariano Benlliure que el día antes de la tragedia de Talavera había recibido una fotografía firmada y dedicada por el propio diestro.
Los titulares de la prensa hablaban de “la manifestación pública más grande que se ha visto en Sevilla...” pero, como suele acontecer en esta bendita tierra de María Santísima, el último adiós a una de las figuras más importantes que ha dado Sevilla –dentro y fuera del mundo del toro- no iban a ser del gusto de todos. Un día después del entierro se celebraron en la Catedral de Sevilla las honras fúnebres en memoria de Joselito. A las exequias –detalla el investigador José León- acudió toda la familia Gómez Ortega, la correspondiente diputación de su hermandad de la Macarena –de la que había sido hermano, benefactor y oficial de junta- además de “lo más granado de la sociedad sevillana y los estamentos civiles y religiosos más importantes, así como el Cabildo de la Catedral en pleno, revestido con el terno de Viernes Santo”. La Catedral, también aporta León, “estaba decorada con los ornamentos más ricos y en la Capilla Mayor se levantó un túmulo funerario de tres cuerpos cubierto por paños de terciopelo bordado en oro y rodeado por multitud de velas”. Aquella impresionante puesta en escena se completó con la gran misa de Eslava mientras las campanas de la Giralda no cesaron de doblar a muerte durante toda la jornada...
Cuatro días después de que Joselito recibiera la tierra, el 23 de mayo, El Correo de Andalucía refirió los detalles de ese fastuoso ceremonial celebrado el día anterior en la catedral de Sevilla por el eterno descanso del torero. El día 22, en su edición vespertina, el decano de la prensa sevillana había incluido un artículo del imprescindible canónigo onubense Juan Francisco Muñoz y Pabón en el que defendía con vehemencia los póstumos honores catedralicios para el coloso de Gelves. La nobleza y la alta burguesía agraria de la época se habían echado las manos a la cabeza: ¡la Catedral de Sevilla no podía ser el escenario de los funerales de un simple torero que, para más inri, tenía un ramalazo gitano!
Merece la pena desempolvar el artículo –que no fue el único- del impar canónigo en la valiosa hemeroteca de El Correo: Pabón pegó un severo repaso a las fuerzas vivas hispalenses señalando, entre otras perlas, que “si Joselito no ha sido tan funesto para la nación y para la Iglesia como lo son los políticos -aquí entran también los locales-, nadie tiene la culpa”. El canónigo tampoco se cortó al afirmar que “en las honras de Joselito ha estado toda Sevilla, empezando por vosotros, los títulos y los grandes, y acabando por los pobres y los humildes. ¿Es que os duele el contraste?... El remedio no está en Roma: mereced ser queridos en vida y llorados en muerte. El pueblo hará lo demás”, escribía Muñoz y Pabón en las páginas de nuestro periódico sin dejar de adornarse al lanzar un último dardo: “Por cierto que no han faltado títulos de Castilla -asistentes al acto- que han sentido escándalo de que todo un Cabildo Catedral haga exequias por un torero... Pues, ¿qué? ¿No sois vosotros los que aplaudís a los toreros y los jaleáis; los que los aduláis, formándoles corte hasta las mismas gradas del Trono”. ¿Quién se atrevería hoy, casi un siglo después a realizar ese ejercicio de verdadera libertad de expresión que permanece cargado de rabiosa actualidad? La nobleza de la época, aglutinada en la Real Maestranza de Caballería, tampoco podía perdonar a Joselito el decidido impulso a la efímera plaza Monumental de San Bernardo que entendieron como un ataque a la exclusividad del viejo coso del Baratillo.
Pero es que la trascendencia de Joselito, primerísima figura de la torería a pesar de su juventud, sobrepasaba los límites del oficio de matador de toros. Aquel valiente artículo del canónigo de Hinojos -que también promovió la coronación canónica de la Virgen del Rocío en otro memorable trabajo publicado en El Correo- fue recompensado con una pluma de oro costeada por suscripción popular. Pero Muñoz y Pabón quiso ofrendar aquel regalo a la Esperanza de la Macarena después de intentar trocarlo por una limosna de trigo para los pobres: “Sea el obsequio una pluma. Y de oro... pero póngasela un alfiler, que la convierta en imperdible o broche, para sujetar con ella el cíngulo de la Esperanza”. Juan Manuel Rodríguez Ojeda convirtió aquella pluma de oro en una clave maestra del atavío y el aderezo más inconfundible de la Esperanza junto a la corona de la joyería Reyes y las mariquillas de esmeraldas compradas en París por el grandioso torero sevillano. Son las mismas piezas que realzaban la belleza de la imagen de la Esperanza en el funeral organizado por la Hermandad para recordar, un siglo después, su ejemplo de fidelidad. Pabón, que tanto quiso a José, no le sobrevivió demasiado. Murió el 3 de diciembre de aquel mismo año de 1920. Pero la historia de devoción, fidelidad y memoria de aquellos hombres irrepetibles aún tenía que dictar un hermoso capítulo. Se lo contaremos.