Los ‘tuits’ de hace un siglo

Se cumple el primer centenario de la invención de las greguerías, ese singular género literario, a cargo del madrileño Ramón Gómez de la Serna

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
13 feb 2017 / 10:04 h - Actualizado: 13 feb 2017 / 10:04 h.
"Literatura"
  • Ramón Gómez de la Serna, sentado en su estudio de Madrid a principios de los años treinta. / El Correo
    Ramón Gómez de la Serna, sentado en su estudio de Madrid a principios de los años treinta. / El Correo
  • Portada de la primera edición.
    Portada de la primera edición.
  • Una de sus greguerías ilustrada.
    Una de sus greguerías ilustrada.

Ramón Gómez de la Serna nació en Madrid el mismo año que el poeta portugués Fernando Pessoa, 1888, y murió en Buenos Aires el mismo año que el poeta español Luis Cernuda, 1963, pero ni llegó a convertirse en un símbolo de su país ni consiguió pasar por un poeta maldito en el exilio, a pesar de que jugó con todos los símbolos posibles y a pesar de que se exilió voluntariamente después de una vida siempre próxima a la ficción y lo inverosímil, en la cuerda floja de lo que hoy entenderíamos por friki, tras publicar más de un centenar de libros y hacer de su vida, completamente, un asunto literario.

Así lo retrató Manuel Vicent el año pasado: «Todo lo que se le ocurría lo escribía, todo lo que escribía lo publicaba y todo lo que publicaba lo regalaba, porque sus libros apenas se vendían». Ramón, simplemente Ramón, como le gustaba que lo llamasen, fue periodista, novelista, dramaturgo, poeta, ensayista, ilustrador, biógrafo y conferenciante, el mayor tertuliano que Madrid había conocido hasta entonces, el introductor en nuestro país de todos los ismos que pulularon por la vieja Europa antes y después de la I Guerra Mundial y hasta el profeta más exquisito que predicó por aquí el Surrealismo.

Pero no pasó a la historia por nada de ello, sino por haber inventado un género de trazas desconocidas hasta entonces: la greguería, que él definió como la suma de humorismo y metáfora y que, más allá de la teoría, era un tuit de su tiempo, una gracieta intelectual, una pirueta emotiva, un deslumbramiento conceptual en una sola frase, aunque entonces nadie la limitase a 140 caracteres.

«El perfume es el eco de las flores», sentenció con esa creatividad senequista con la que se aficionó vertiginosamente a mirar la realidad. Escribió en libros, en periódicos, en servilletas, en la manga de su camisa, miles y miles de greguerías. La primera vez, hace ahora justo un siglo, las reunió todas en una publicación con ese nombre, a secas. Luego, en 1933, publicó Flor de greguerías porque no le cabían ya en su imaginación, y más tarde, en 1955, publicó un hiperbólico libro con el título de Total de greguerías.

Su invención había tenido un inicio pero no iba a tener un final, no sólo porque él mismo había de morir creando varias por día, casi sin querer, sino porque la greguería, desde los felices años veinte hasta la actualidad, estaba llamada no sólo a congregar a muchísimos imitadores de Ramón, sino a convertirse, por su intensión y brevedad, en el signo de la modernidad. La greguería era la hermana menor del aforismo, prima hermana del epigrama o del proverbio de toda la vida, cuñada de la máxima, concuñada del haiku japonés, tita de aquel microrrelato del dinosaurio guatemalteco, vecina de arriba del desplante por soleá.

«La mecedora nació para nodriza», escribió Ramón, melancólico, antes de inventar algunas otras greguerías más humorísticas: «Carterista: caballero de la mano en el pecho... de otro». También las concibió más profundamente poéticas: «El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero»; o «El péndulo del reloj acuna las horas». O ingeniosas: «Abrir un paraguas es como disparar contra la lluvia». O alfabéticas: «La B es el ama de cría del alfabeto». O tiernamente gráficas: «El agua se suelta el pelo en las cascadas»; «El niño intenta extraerse las ideas por la nariz»; o «Cuando anuncian por el altavoz que se ha perdido un niño, siempre pienso que ese niño soy yo».

Ya en Buenos Aires a finales de los años cuarenta, Ramón reflexionó en sus propias memorias –otro prodigio creativo, empezando por el título, Automoribundia– como nadie hubiera podido hacerlo sobre una época de innovación sin vuelta atrás de la que él mismo había sido uno de los grandes protagonistas, entre la Generación del 14 y la del 27; entre los escapistas de las vanguardias más locas y los comprometidos por su propia inteligencia analítica, algo que había intuido en 1925 el mismísimo José Ortega y Gasset al colocarlo en La deshumanización del arte junto a gigantes del canon literario universal como James Joyce o Marcel Proust.

Para entonces, habían seguido su senda creativa escritores como el madrileño José Bergamín (El cohete y la estrella, 1923; Caracteres, 1926) o nuestro Joaquín Romero Murube, que en periódicos como El Noticiero sevillano publicaba unas greguerías castizas con el nombre de sesgos: «Por coqueta se ahoga la calle Espejo en el río»; «Nuestros abuelos amoldaron un poco sus trajes y facciones a esos terribles y pavorosos relojes ataúdes puestos de pie contra las paredes»; «Macetas: bombones de campo».

Un mundo sin cartas

El gran Pedro Salinas, el poeta del amor, había vaticinado en su Elogio y vindicación de la correspondencia epistolar que integraba su ensayo El defensor, ya desde Puerto Rico –por los mismos años en que Ramón aterrizaba en Argentina–, ese día no demasiado lejano entonces en que imaginar un mundo sin cartas: «¿Ustedes son capaces de imaginarse un mundo sin buenas almas que escriban cartas, sin otras almas que las lean y las disfruten, sin esas otras almas terceras que las lleven de aquéllas a éstas? ¿Un universo en el que todo se dijera a secas, en fórmulas abreviadas, de prisa y corriendo, sin arte y sin gracia?», se preguntaba el autor de La voz a ti debida sin tener aún conocimiento cabal de los whatsapps, de la mensajería instantánea, de los grafitis, del vértigo de un mundo gregueresco en el que los zascas escuecen por su contundencia de dardo lingüístico en la brevedad del discurso fragmentado y jadeante en una realidad actualizada a golpe de clic...

Si Ramón levantara hoy la cabeza, lo aturdirían tantos motivos para convertir sus miradas en trending topics. Y entonces comprendería mejor que nunca su propio hallazgo, se reconciliaría con su ser escritor: «...lo que se llama un alma en pena, un alma en pena de oraciones, evocaciones, palabras, necesidad de vivir de la suposición o del invento, de algo superior que falta en la vida».