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Amago fallido

Un ambiente tropical se apodera de Sevilla la semana en que se inaugura la temporada de lluvias y los termómetros bajan hasta los 30

el 09 sep 2014 / 11:30 h.

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otonoSalturreando bajo los veladores de una cafetería de las Setas hay un gorrioncito nerviosísimo intentando comerse un migajón más grande que su cabeza. El suelo está pringoso de la lluvia y cualquier simple chirrido de unas suelas, el más leve destello de agua de una ranura de las losetas o el primer paisano que se acerque más de la cuenta hacen sobresaltarse al pajarito, que mira a su alrededor constantemente como si llevase un microfilm y lo persiguiera la organización criminal Spectra. Pero él sigue ahí, picoteando, atragantado, aguantando el tipo, hasta que una extranjera, abanicándose como una posesa con su sombrerito de paja, lo hace salir volando. No es solo el gorrión; Sevilla está nerviosa. Pasa siempre que llueve o, como ayer, siempre que las nubes bajas aplastan el cielo sobre las cabezas hasta convertirlo en un fluido pegajoso, una funda de plástico caliente que impide respirar. El recuperado ruido de las obras, que hacía años que no se sentía, parece resonar en ese techo bajo que forma el nublado, ampliando la sensación de agobio. Los contenedores soterrados en Laraña, los adoquines en Reyes Católicos... No se pueden dar diez pasos sin que la humedad le cierre a uno los poros y empiece a sudar por el cogote como si en vez de haber un tipo con un perro cada diez metros pidiéndote para comer, hubiese un mestizo con un guacamayo en el hombro diciéndote ya tú sabes, primo. Ambiente tropical. Ayer, Sevilla era una ciudad para loros, helechos y habaneras. Y con una pregunta flotando en esas gachas que formaba el aire cálido entremezclado con el sudor de unos, los nervios de otros, los ruidos de la calle y la opresión de la atmósfera mojada: ¿Lloverá hoy también? ¿Será que el tiempo está tan loco que ha empezado el otoño y Sevilla no lo sabe? Solo una persona podía responder ayer a eso. Sevilla 08/09/2014 Otoño<br /><br />

FOTO: Pepo Herrera«El delegado territorial no está», dijo el señor desde detrás de la mesa, con una sonrisa atenta y algo apenada. Pocas personas tan amables y solícitas como las de la Agencia Estatal de Meteorología, Aemet, trabajando allí, tras aquella floresta que envuelve sus oficinas de la Cartuja y en la que también pegaría alguna que otra cotorra y hasta un quetzal ambientando el paraje. Efectivamente, la puerta de Luis Fernando López Cotín se encontraba cerrada. «Es que está de vacaciones». Toda una contrariedad. Pero su ausencia era casi tan informativa como su presencia: si se ha cogido vacaciones ahora, será que muy mal tiempo no va a hacer. Esa era la reflexión. Y se fue haciendo cierta conforme avanzaban las horas y el nublado insoportable se iba apastelando, diluyendo en un gurruño de nubes grises, blancas y negras que se perseguían por un cielo cada vez más azulado. «A ver si se va a estropear esto y se va a poner a hacer frío ahora, de golpe», protestaba un señor que iba hablando por el móvil frente a la obra del rascacielos. La lluvia reciente lo había alfombrado todo de agujas de los árboles, y el olor de los pinos, resucitado con el agua, era tan arrebatador y tan campero que daban ganas de sacar las tortillas y los filetes empanados y tirarse uno por allí a embelesarse con los petirrojos, los como se llamen y las excavadoras de la obra yendo y viniendo. El aroma de los pinos, en fin, endulzaba el paseo y hablaba, prematuramente, de otoño. Porque no todos los espejismos se perciben con la vista. Aunque sí la mayoría: en la calle Velázquez, los escaparates de Zara mostraban un imposible: figuras recubiertas de lana de la cabeza a los pies. Parece ser que este año se van a llevar los tonos más otoñales imaginables: rojizos, ocres, negros... Se van a llevar si refresca, quiérese decir. Si no, se seguirán viendo, como se veían ayer a troche y moche, las mangas cortas, los shorts, las sandalias y los politos. Hay una especie de sofoco generalizado que algunos intentan aliviar colocándose unas buenas gafas de sol, como si oscureciéndose aún más el panorama nuboso, creando esa ficción de borrasca ante los ojos, el cerebro fuese a dejar de enviar la orden de sudar a las glándulas correspondientes. Puede ser. La psicología es todavía un mundo inexplorado. Pero también es cierto que en Sevilla hay gente que se piensa que tiene el control si entra con gafas de sol en la Catedral, cual protagonista de un videojuego de tiroteos. El río estaba verdoso o gris, según se mirase a favor o en contra de la luz. Ni siquiera aquí soplaba una gota de aire. Desde el espumerío que se formaba al pie de los puentes, el agua quieta levantaba ayer un vapor pesado que apenas llegaba a las narices. Parecía que de pronto fuese a aparecer por allí un barco de ruedas, como en el Misisipi, con un señor de blancos bigotes a bordo escribiendo la historia de algún travieso muchacho. Y para terminar de rematar las ensoñaciones, algunos cientos de metros más allá, en la calle Rioja, un cartelito impresionante: «¡Atención, trabajo! Anunciado en TV». La capacidad de asombro de un español es insondable, y más con este tiempo. Se pasean los padres con los niños. Los colegios aún no han empezado del todo, pero los trabajos sí, y la gente camina arriba y abajo disciplinadamente, obedientemente, con los aperos de sus obligaciones. Un señor joven y de aspecto cansado arrastra un enorme cartapacio y, a juzgar por su expresión, el hombre no parece tener la menor duda de que eso, precisamente eso, es lo que tiene que hacer, lo que desea hacer. No lleva paraguas, lo cual da igual porque tampoco mira hacia el cielo. En aquel amasijo humano de las Setas se entrecruza con otros muchos paisanos que tampoco alzan la vista, pero algunos, quizá bastantes –los que caminan en compañía– van sonriendo. Es para sonreír, si uno es sevillano: el resto de la semana no subirá apenas de los treinta grados y el jueves, dicen, lloverá. Lo vaticina Aemet. Los hay estresados, claro, pero se sobrelleva. Peor lo pasan los gorriones. Y los loros.

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