Toros

Antes y después de Juan Belmonte

El genial diestro trianero se convirtió en matador de toros el 16 de octubre de 1913 en la antigua plaza de toros de Madrid.

el 15 oct 2013 / 23:30 h.

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Inconfundible figura del Pasmo de Triana en el ruedo de la plaza de toros de la Real Maestranza. / Foto: Archivo Rodríguez de la Vega Inconfundible figura del Pasmo de Triana en el ruedo de la plaza de toros de la Real Maestranza. / Foto: Archivo Rodríguez de la Vega Fue tal día como hoy, hace cien años, en la vieja plaza de toros de Madrid, en el mismo lugar en el que ahora se levanta el palacio de los Deportes de la calle Goya. Juan Belmonte se hacía matador de toros de manos de Rafael González Machaquito, ese corajudo y menudo estoqueador cordobés que pidió a su mujer –Dolores Clementson– que le cortara la coleta aquella noche después de quitarse la ropa de torear. Machaquito había cubierto con dignidad, en unión del sevillano Ricardo Torres Bombita, ese difícil y duro periodo de transición que había sucedido a la hegemonía absoluta de Guerrita. Pero una nueva época estaba por venir. Uno llegaba y otro se iba; se estaba abriendo paso al futuro. Aquel doctorado otoñal –siempre han cocido habas– terminó como el rosario de la aurora. Belmonte cambiaba de escalafón con galones de figura en ciernes pero la corrida de su alternativa estuvo rodeada de polémica antes de comenzar. Los elevados precios de las localidades fueron el primer hervor pero la olla se acabó derramando en el transcurso de la lidia. Hasta cinco ejemplares de la ganadería de Prudencia Bañuelos fueron devueltos a los chiqueros en medio de un escándalo fenomenal en el que centenares de aficionados llegaron a invadir el ruedo durante la lidia del tercero de la tarde. No era un buen comienzo, es verdad, pero aquel doctorado –unido al de Joselito un año antes– abría la puerta de un tiempo nuevo. Belmonte llegaba esbozando unos modos novedosos que estarían ligados indisolublemente a esa simbiosis prodigiosa con Joselito que pasaría a la historia como la Edad de Oro del toreo. En aquella esa cesión de trastos testificada por Rafael El Gallo se escenificaba el definitivo cambio de siglo en lo taurino, un cambio que no era ajeno al clima estético y rupturista que rodeó la aparición de las vanguardias artísticas en ese periodo fundamental de la historia de nuestro país y de toda Europa. El joven aspirante a matador no había sido ajeno a esa vorágine cultural. Algunos intelectuales del momento le habían adoptado como trofeo exótico. “Sólo te faltaría morir en la plaza”, le había llegado a espetar Ramón del Valle Inclán, a la cabeza de ese grupo de intelectuales del 98, enamorados de la leyenda del quincallero de Triana. Juan se había curtido en el oficio echando la capa a las reses encerradas en la dehesa de Tablada, más allá del desaparecido meandro de Los Gordales en el que luego se trazaría el inmenso solar de la Feria de Abril. Pero lo que hoy es albero ferial era entonces el cauce vivo de un río que el aspirante a torerillo atravesaba a nado en las noches de toreo furtivo. Eso sí, según la obra de Chaves Nogales que no deja de ser una novela. Obviando otro noveleo, el de ValleInclán, Belmonte no cayó muerto en una plaza a pesar de los innumerables percances y volteretas que sufrió a lo largo de su carrera. Sí lo hizo su compañero Joselito en aquella nefasta tarde de Talavera que cerró de un portazo la Edad de Oro el 15 de mayo de 1920. La muerte no iba a tener prisa con Belmonte, que vistió el traje de luces –después de dos idas y venidas entre 1922 y 1934– hasta el comienzo de la Guerra. Convertido en próspero labrador y en un personaje inconfundible del rico universo de la Sevilla de mediados del siglo XX, Juan Belmonte acabaría voluntariamente con su vida en su finca de Gómez Cardeña en la primavera de 1962 rubricando su propia leyenda. Un miedo atroz a su propia decadencia física –la muerte y la agonía de algunos íntimos le había sobrecogido– pudo ser el detonante de aquella decisión a la que muchos quisieron rodear de devaneos galantes que son sólo son especulaciones folletinescas. Es la misma aura que ha rodeado de tópicos y estereotipos –aceptados sin preguntar ni indagar demasiado– una figura taurinamente trascendental. Pero la verdadera dimensión técnica y estética de Juan Belmonte no ha sido analizada con el rigor debido hasta tiempos relativamente recientes, en especial con la puesta en valor de Gallito y su tiempo realizada por el escritor y periodista Francisco Aguado en un libro imprescindible y riguroso: Joselito El rey de los toreros, que aborda la verdadera personalidad taurina del trianero para diseccionar la definitiva trascendencia del coloso de Gelves. Pero antes debemos detenernos en la aportación de un analista fundamental que sólo ha sido reivindicado en los últimos lustros. José Alameda, es la fuente de la que han bebido Aguado y otros analistas para poner en pie la verdadera historia del toreo. El propio Alameda –un escritor taurino fundamental que acabó exiliado en México tras la Guerra Civil– alude a esa apropiación intelectual y literaria de la figura de Juan Belmonte y esboza la auténtica arquitectura técnica de su toreo, basado en los muletazos cambiados, la brillantez un capote apoyado en la verónica y la media y, ojo, una posición cruzada frente al animal y sus embestidas. Pero Belmonte también separa el estilo del oficio y avanza en la búsqueda del temple, el peculiar Grial de la evolución del toreo. Eso sí, lejos de los topicos aceptados durante décadas, el genio trianero no practicó el toreo ligado y en redondo con la muleta, ese hallazgo fundamental; la definitiva vuelta de tuerca en el hilo del toreo que firma Joselito, coautor de esa revolución taurina que, tal y como se explica en la exposición que se inaugurará hoy entre el antiguo de Santa Clara y el Castillo de San Jorge, fue “complementaria”. Habíamos hablado de los intelectuales y su estela: desdibujaron la verdadera personalidad de este torero que fue mucho más que su novela.

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