Cultura

Aquel hombre sencillo que le robó el alma a Sevilla

Paco Palacios, El Pali, le dio al palo de las sevillanas una nueva mano de barniz que dejó huella

el 19 jun 2013 / 09:30 h.

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15098282 Foto: www.temperamentoweb.com Si se hiciéramos hoy una encuesta en la puerta de veinte colegios sevillanos, ¿cuántos de cada diez niños o adolescentes sabrían decirnos quién fue El Pali? Mejor no hacerla. Y solo hace un cuarto de siglo que murió don Francisco de Asís Palacios Ortega, el sevillano que hiciera universal el remoquete artístico de El Pali, con el que batalló durante tantos años por ciudades y pueblos hasta que Antonio Burgos lo rebautizó en 1981 como El Trovador de Sevilla. Qué facilidad tienen a veces en la ciudad de la Giralda para olvidar a sus artistas más genuinos. La misma que para encumbrar en ocasiones a otros que el pueblo lleva a los altares de la idolatría sin justificación alguna, y dejémoslo ahí. ¿Cuántos sevillanos sabrían decirnos quiénes fueron Félix Moreno, Manuel y Miguelito de la Barrera, Amparo Álvarez La Campanera, el Maestro Otero, Realito, Manuel Ojeda El Burrero o Silverio Franconetti? Al empezar esta semblanza sobre El Pali, se me vino a la cabeza una de sus muchas sevillanas: Sevilla tiene una deuda/ tiene una deuda Sevilla/ Cómo se nota su falta/ por las calles de Sevilla. Podría servir para reclamar hoy que se salde ya la deuda que Sevilla tiene contraída con tan entrañable artista popular, como él reclamaba en estas inolvidables sevillanas de 1979 para Pepe el Escocés, otro personaje de la Sevilla castiza que supo retratar con una literatura sencilla, aunque con alma. Tuvieron que arrebujar sus genes un gallego y una sevillana para que viniera al mundo un personaje de la gracia, el talento natural y la personalidad de El Pali. Para que en el inicio de los 70 del pasado siglo saltara a la arena del cante hispalense quien vendría a darle al palo de las sevillanas una nueva mano de barniz, como el Niño de Marchena se la dio a los fandangos. Solo con su voz y sus letras, además, en solitario y rivalizando con dúos tan célebres y revolucionarios como el de Los Hermanos Toronjo o el de Los Hermanos Reyes, y sin acobardarse ante el tremendo éxito de Los Romeros de la Puebla, Los Amigos de Gines o Los Marismeños. El palo de las sevillanas lo dieron a conocer en toda España los cantaores de flamenco ya en el siglo XIX, artistas como Juan Breva, Manolo Escacena y Antonio Pozo El Mochuelo. Juan Breva ya cantaba las sevillanas corraleras de Triana en los cafés de Madrid cuando Silverio crujía por seguiriyas gitanas y El Canario y La Trini revolucionaban las malagueñas sin panderos ni crótalos. Luego, ya en el siglo XX, una gitanita del barrio sevillano de la Puerta Osario, descendiente de una gitana de Arahal y de un gitano de El Viso del Alcor, la Niña de los Peines, las llevó a los teatros y a los discos de pizarra –no fue la primera que las grabó, como se ha dicho alguna vez: se habían granado ya antes de ella venir al mundo–, convirtiendo el estilo en un palo más de la baraja flamenca. Fueron los primeros divulgadores de las sevillanas, palo que hoy no tiene ninguna consideración flamenca porque los influyentes puristas decidieron un día, seguramente en un congreso de flamencología, que era totalmente ajeno al mundo de lo jondo, aunque Camarón las bordara con la misma enjundia que bordaba una bulería o unas alegrías de Cádiz. Cuando surgió la voz de El Pali, que también cantaba flamenco –dominó sobre todo el fandango de Huelva– no solo fue una revolución en la parte musical, recuperando el sabor natural de la vieja escuela, el de las sevillanas de veladas, plazas y corrales de vecinos, sino en la literaria. En una España que ya tarareaba las canciones en inglés de Los Beatles y Bob Dylan y que se enamoraba al arrullo melódico de Frank Sinatra y Nino Bravo, sorprendió que un hombre sencillo, orondo, medio cegato y nada atractivo irrumpiera con aquella fuerza cantándole a las cofradías, al Rocío, a los personajes bufos de Sevilla, al inigualable bacalao de Las Lumbreras, al Rubio Pepe Luis o a los niños toreros de La Gabriela y El Gallo. Pocos cronistas de la ciudad de Sevilla supieron retratar el alma de esta tierra como la retrató El Pali con sus sevillanas, con aquella voz natural, castigada como la de los fandangueros aguardientosos de Alosno, que era tan descriptiva como un poema de Manuel Machado o una soleá de Antonio el Arenero. Nadie le cantó jamás a Sevilla con tanto amor a sus tradiciones, sin complejos, unas veces desde la nostalgia y otras desde la esperanza. Nadie como él supo explicarle a los de fuera cómo era la Sevilla de su tiempo, y del tiempo de sus padres, sin necesidad de recorrer sus calles y plazas montado en un coche de caballos o sin tener que comprar una guía turística. Y siempre, siempre, sin molestar con sus coplas, sin enfrentar a trianeros con macarenos o a los seguidores de Pepe Luis con los de Curro Romero. Solo se muere lo que se olvida y El Pali es un artista absolutamente inolvidable, lo que no quiere decir que se le haya hecho justicia. Sevilla está siendo cicatera con El Trovador, y algo distraída. Con el hombre que supo hacernos amar a una ciudad que en aquellos años crecía tan deprisa y de manera tan deshumanizada, que solo escuchándolo cantar nos consolábamos. Escuchando cantar a aquel hombre sencillo que le robó el alma a Sevilla.

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