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Cercanos y lejanos

Sigo paseando por las calles de Extremadura y de España y continúo visitando zonas, lugares y establecimientos que antes me estaban vedados, bien porque cuando los visitaba lo hacía de forma oficial, es decir, sin saber muy bien donde estaba, salvo que consultara el programa de viaje de ese día, o porque el alcalde se encargaba de refrescarte la memoria mediante su retahíla de peticiones, como corresponde a un alcalde que se precie...

el 16 sep 2009 / 05:34 h.

Sigo paseando por las calles de Extremadura y de España y continúo visitando zonas, lugares y establecimientos que antes me estaban vedados, bien porque cuando los visitaba lo hacía de forma oficial, es decir, sin saber muy bien donde estaba, salvo que consultara el programa de viaje de ese día, o porque el alcalde se encargaba de refrescarte la memoria mediante su retahíla de peticiones, como corresponde a un alcalde que se precie. No eran frecuentes las visitas a los establecimientos de compras para adquirir una traje o una chaqueta, porque no era capaz de resistir la incomodidad que me producía probarme una prenda a la vista de veinte o treinta personas que te miraban e incluso se permitían darte su opinión respecto al color o al tamaño de la prenda probada. Es habitual que las personas que ocupan responsabilidades institucionales, similares a las que yo ocupé, aprovechen viajes al extranjero para hacer acopio de vestidos sin espectadores.

Cuando viajo por España, acudo a restaurantes que visité de manera formal en los viajes oficiales y que me dejaron buen sabor de boca por su cocina o por el excelente trato del personal. Más de una vez, algún que otro camarero, conocedor de que hace tres años tuve un infarto, me indica que me ha servido la carne o el pescado sin sal y me pregunta si deseo sacarina en lugar de azúcar en el café. No faltan algunas señoras que, cuando consumo un buen refresco en cualquier terraza de las miles que colorean las calles de nuestras ciudades, se acercan solícitas, pero también algo enfadadas, para recriminarme por el hecho de fumar un puro, que es vicio que aún conservo moderadamente, aunque después del susto de Julio Anguita, suprimiré definitivamente. Son actitudes, todas ellas, que lejos de incomodarme me reconfortan, porque considero que nadie se preocuparía por mi salud si no hubiera dejado una imagen de político y gobernante que hizo lo que pudo, supo y aprendió sin haber dejado enemigos por el camino.

Cuando ocupas una responsabilidad como la que yo tuve, desde el primer día en que juras o prometes el cargo, te invaden dos preocupaciones: la primera, saber como puedes enfrentarte a algo para lo que nadie te preparó; la segunda, saber cómo lo haces para marcharte bien, sin dejar cadáveres a tu paso, y sin que nadie pueda obligarte a bajar la mirada por haber tenido un comportamiento disonante respecto a lo que se espera de un gobernante y, en este caso, de un gobernante socialista. De lo primero, creo que salí airoso, y confieso que cuando empecé a gobernar no sabía ni lo que era un presupuesto ni lo que era un jefe de servicio. Siempre tuve miedo a fracasar, no sólo porque eso arruinaría la primera oportunidad que el socialismo tenía en mi tierra, sino porque mi fracaso dejaría en la cuneta las esperanzas de tantos hombres y mujeres que vieron en mí el instrumento para llevar adelante un proyecto político, económico y social del que ellos se sintieran parte y protagonistas. Las seis veces en que mi propuesta fue refrendada y la primera vez en que ha sido refrendada la propuesta de mi sucesor, del mismo partido que el mío, creo que fueron suficientes para comprobar que no fracasé y que mi proyecto no era un proyecto personal, sino la aspiración de una parte importante del pueblo extremeño; veinticuatro años ininterrumpidos de gobierno se hubieran convertido en un fracaso si, quien continuó en la responsabilidad que yo ocupé, no hubiera obtenido un resultado similar o mejor que los que yo obtuve a lo largo de mis años de mandato. De lo segundo, compruebo, cada día más, que supe irme bien y así lo corroboran esos testimonios de los que hablaba más arriba o los últimos que he recibido en esta semana de vacaciones en Galicia, donde algunos gallegos, al reconocerme, se acercaban a saludarme, a hacerme la consiguiente pregunta de si no lo echaba de menos y a preocuparse por mi salud, con un significativo y cariñoso gesto consistente en llevarse la mano al corazón, y preguntar: ¿qué tal va la cosa?

Dos años después de mi salida de La Presidencia de la Junta de Extremadura, me complace que ciudadanos desconocidos para mí, distantes partidaria o ideológicamente, mantengan una relación que valoro, aprecio y agradezco. Los distantes me parecen ahora más cercanos que nunca. Paradójicamente, son algunos de los más próximos los que me han sorprendido y en ciertos casos, pocos afortunadamente, los que no han sabido estar a la altura de las circunstancias. Como es lógico y natural, en todos los oficios y profesiones y también en la política, siempre funciona el dicho: a rey muerto rey puesto, pero no acaba uno de acostumbrase a las pruebas de pérdida de memoria que algunos ofrecen, diaria y constantemente, en un ejercicio de cinismo que difícilmente se puede explicar, por muy entendible que sea el hecho de que cada uno se gane el pan como pueda. Hay veces en la vida en que no ya la ética, sino la pura estética, obligaría a mantener comportamientos en las relaciones humanas que te permitieran mirarte al espejo por la mañana, cuando te lavas los dientes o te das rimel en las pestañas para aumentar el tamaño y el volumen de las mismas, sin que se te caiga el cepillo de vergüenza. Los más lejanos se convierten en los más próximos, sin que yo lo hubiera esperado nunca, mientras que algunos de los más cercanos se convirtieron en los más lejanos. ¡Cosas de la vida!

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