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Cómo tirar la casa por la ventana

Un espectáculo de luz el triple de fascinante que el del año pasado, aunque algo cicatero, toma la Plaza de San Francisco.

el 17 dic 2013 / 22:48 h.

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Ya se puede ver el mapping del Ayuntamiento. / Foto: J.M. Paisano (ATESE) Ya se puede ver el mapping del Ayuntamiento. / Foto: J.M. Paisano (ATESE) Si no fuera por ese puntito final un poco roñica, en el que los rayos láser no parece que los esté despachando un técnico cualificado, amante de meterle kilovatios a la vida por un tubo, sino la cocinera de un hospicio de Dickens con su proverbial frugalidad (y eso que se supone que iban a ser el plato fuerte del espectáculo), el nuevo mapping de la Plaza de San Francisco se podría sintetizar en una palabra: despampanante. En estas fiestas, durante los trece minutos que dura la proyección, la fachada plateresca del Ayuntamiento se va a llenar de ¡ah! y de ¡oh! de admiración de la gente congregada, que ayer era algo escasa (alrededor de media plaza), cosa que fue sin duda lo más sorprendente de toda la tarde, para como se las suele gastar Sevilla. Cosas que se pueden hacer con un ayuntamiento. Eso es el mapping. Cuesta creer que un edificio se pueda arrugar, estrujar, romper, reventar, deformar y desmontar más de lo que logra esta ficción deliciosa. Deliciosa y emocionante. Mucho más que la del año pasado, que ya se antojaba increíble. Esta vez, los efectos son mejores, las imágenes han ganado en nitidez, los colores son más vivos y brillantes y, sobre todo, se nota que el espíritu con que fue desarrollado el producto estaba especialmente empeñado en que el resultado fuese conmovedor, como de hecho es. Aunque a la gente en general le va a encantar la traca final de los láseres y sus aires un poquito a lo discoteca ibicenca, el teatrillo de luces muestra facetas mucho más inspiradas y nobles. Todo comienza con un vendaval de hojas secas que mete en el alma la sensación de adiós al otoño, y que tiene pinta de ser el anuncio de algo, el prólogo de una historia. De inmediato, el murmullo quebradizo y arenoso del viento se va transformando en una musiquilla de voces infantiles y unas siluetas de niños cantores ocupan las ventanas del Ayuntamiento. Es el primero de los guiños a Sevilla, porque lo que comienza a sonar es la obra de uno de sus hijos más exquisitos, Francisco Guerrero. Se titula A un niño llorando al hielo, y la versión elegida de esta pieza (que parece arreglada por John Williams) desprende tanta ternura, tanta emotividad y tanto sentido de lo navideño (que es alabanza, y es infancia, y es pureza) que los vellos se ponen que se podría encender con ellos no ya una cerilla sino un mechero de yesca. El caso es que el fenómeno, en esos primeros compases, ha adquirido ya la solemnidad de una superproducción hollywoodiense. A decir verdad, desconcentra un poco la señora de al lado que, en ese preciso instante sublime, cuando las notas más excelsas escalan la fachada del monumento y los peques se desgañitan con sus vocecillas angelicales, no tiene más ocurrencia que contestar al móvil con las siguientes instrucciones: “Tú vete para caballeros y después te bajas a los sujetadores, que yo estoy allí enseguida”. Como que le quita lirismo a la experiencia perceptiva. Intentan subsanar esta deficiencia unos preciosos versos de Cernuda que hablan sobre los niños (no los había de Herodes), nueva cucamona de los autores a los sentimientos sevillanos. Y sobre todo, lo logra el hada de los cuentos, o lo que quiera que se suponga que es el espécimen coronado y con varita mágica que invita a los presentes a contagiarse del espíritu de la Navidad. De inmediato, unas coloridas enredaderas repletas de flores se yerguen por los recodos de la arquitectura renacentista del inmueble, vuelan los pajarillos y llega el tramo visualmente más hermoso de todo este despliegue: el homenaje a los juguetes del ayer, de hoy y del mañana. Sobre todo, el mecano. El mecano empieza a construirse solo pieza a pieza hasta ocupar todo el edificio, que se transforma así en una enorme obra de niños. Lo mismo no es muy periodístico decir de algo que es precioso, pero eso es justamente lo que era dicha imagen. Fue en ese momento cuando de verdad se sintió el escalofrío que indica que la emoción de la Navidad (para quien signifique algo esta expresión) ha hecho su entrada en Sevilla. No termina ahí el derroche de imaginación; de hecho, la cosa no ha hecho más que comenzar. Ahora le toca el turno a Mariquita Pérez. Ver el Ayuntamiento de Sevilla convertido en una descomunal casa de muñecas tiene un no sé qué alegórico ciertamente inquietante, si se piensa. Pero como no se piensa, la gente sigue disfrutando como una panda de micos a los que se hubiere inoculado el sentimiento fraternal. Se va la muñeca de los años del hambre y de pronto el edificio estalla y se disloca: de su ventanal mayor emerge una especie de lengua negra que avanza hacia el público y que no es sino una pista de scalextric. Esta sigue saliendo y envuelve la pared con sus clásicos giros y trazados, hasta que finalmente aparecen los coches y comienza la partida: unos se quedan rezagados, otros saltan por los aires (una afición muy extendida entre dichos juguetitos), y cuando la cosa alcanza su clímax todo desaparece de golpe, dejando en su lugar un helicóptero de juguete y la voz de un chiquillo llamando al padre porque no sabe controlar muy bien el vuelo del aparatejo. Este se va chocando una y otra vez contra la pared, desmoronándola y convirtiendo el consistorio sevillano en una versión renacentista de las ruinas de Itálica. Y por fin aparece la tablet, el juego de moda, el hoy y el mañana. De su pantalla salen los Reyes Magos, con un simpático numerito más o menos interactivo, y enseguida la tablet empieza a mostrar imágenes entrañables típicas de todas las familias: la gente queriéndose, los abuelos, las parejas, los amigos... Son las postrimerías y, como tal, la moraleja de este mapping que a partir de ahí continúa con unas imágenes bastante anodinas de los monumentos de Sevilla hasta desembocar en el láser final. Estuvo a punto de ser una pena, porque justo dos minutos antes de que comenzara la primera función comenzó a llover sobre la Plaza de San Francisco. Fue la grisura de la tarde lo que había dejado aquello tan desabrido y tan cortito de gente. También era un día entre semana y hoy hay colegio, por lo que las eternas ganas de navideñear se habían puesto un poco perezosas en Sevilla. Y sin embargo, qué curioso: en los minutos previos al espectáculo, la gente hacía eso que tanto llama la atención de Sevilla sin que muchas veces se sepa qué es: tocarse. Dos amigos se abrazaban. Otro le echaba el brazo por el hombro a su colega. Un novio algo más pringoso que la carne de membrillo le buscaba la boquita a su niña de su alma. La gente, en Sevilla, hace tiempo queriéndose. Una señora tomaba del brazo a su amiga, mientras hablaba al teléfono: “¡Ay, si tú estuvieras aquí, Paco! ¿Qué harás tú tan lejos! Mira: hemos comprado el decimito a medias (que la cosa está muy mala), nos hemos tomado el chocolatito con churros, y ahora nos hemos venido para acá”. Este es el mapping que la gente haría bien no perdiéndose.

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