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Contra la soledad

Ha florecido el azahar. No sé por qué razón no aparece este titular cada primavera. Los medios de comunicación nos informan de las alertas meteorológicas, de los vientos, de las lluvias, nunca del estallido del azahar. Sin embargo, hemos estado atentos -aunque no lo confesemos...

el 16 sep 2009 / 00:29 h.

Ha florecido el azahar. No sé por qué razón no aparece este titular cada primavera. Los medios de comunicación nos informan de las alertas meteorológicas, de los vientos, de las lluvias, nunca del estallido del azahar. Sin embargo, hemos estado atentos -aunque no lo confesemos por temor a la cursilería- a esa formación lenta de la flor y todos hemos sentido la caricia interior que nos ha producido el sentir el olor del azahar por primera vez, cada primavera.

Decía Juan Ramón Jiménez: "En la primavera universal, suele El Paraíso descender hasta Sevilla". Y aquí andamos, envueltos en paraíso, felices de salir del invierno que es soledad y aislamiento, deseosos de encuentros. La Sevilla callejera y descarada se desborda, a pesar de la crisis, de los tiempos infames, de los malos augurios. Repetimos, sin saberlo, un rito de siglos de renacimiento y de renovación.

En una de estas tardes en las que el tiempo se abre, aprovechábamos los últimos rayos de sol de la tarde para prolongar una sobremesa andaluza, de esas que si te descuidas llegan hasta la noche. Hablábamos de la soledad. Mantiene mi amiga, que ese afán de sentirnos únicos, especiales, irremplazables que parece se ha adueñado del mundo, es solo un efecto de la soledad. Que esa presentación obsesiva del yo que preside todo el entramado social no es más que una demostración multitudinaria de soledades. Cree, mi amiga, que la idea de sentirnos únicos, tan trabajada en esta nueva identidad, no es sino la cara oculta de la moneda de sentirnos solos. Conversábamos sobre esta idea y le añadíamos, como a un lienzo recién empezado a pintar, nuevos detalles: nos consideramos seres que han surgido de su propia energía, que no deben nada a nadie solo a su esfuerzo, a su inteligencia o a la astucia social.

No es, este culto al yo, un sentimiento exclusivo de la adolescencia, sino que se extiende a nuestros juicios posteriores, cuando nos envanecemos de nuestros éxitos como logros exclusivamente personales, sin tener en cuenta la acumulación de esfuerzos, de esperanzas, de enseñanzas de las que somos deudores.

Propone, por el contrario, mi amiga combatir esta soledad con el reconocimiento de todas aquellas personas que han influido positivamente en nuestra vida: ese profesor que nos hizo amar la literatura, esa mujer que nos abrió caminos nuevos, ese hombre que nos enseñó a amar?

La admiración, el reconocimiento, es un sentimiento poco valorado en la actualidad porque nos saca del yo absoluto, nos conecta con el mundo, nos hace sentirnos orgullosos de logros ajenos. Pero mi amiga no hablaba de reconocimientos remotos, ni de la dignidad de la memoria histórica. No estábamos pensando en reconocer el valor de Shakespeare, ni de las valientes mujeres sufragistas, ni de los mitos heroicos de la lucha por la libertad, sino del reconocimiento sencillo, inmediato de la gente que ha pasado por nuestra vida y a la que debemos, en buena parte, aquello que somos o, por lo menos, nuestros mejores sueños. Solo así, mantiene ella, podemos reconocernos en otros, sentir que formamos parte de una historia, que hemos crecido en la tierra y con el sustrato de muchos otros. Solo así conjuraremos el fantasma de la soledad.

Concha Caballero es profesora de Literatura

www.ideasconchacaballero.blogspot.com

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