De lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso decía un personaje inglés en una novela de Julio Verne y un francés contestaba aludiendo a Inglaterra: sí, el Paso de Calais. Esa delgada línea roja parece que es la que están ya pisando en Sevilla los personajes de la Unesco encargados de dictaminar sobre el Patrimonio de la Humanidad y el Colegio de Arquitectos. La declaración, nacida con la intención de proteger determinados monumentos en peligro por conflictos bélicos, situaciones de colonialismo o deterioro progresivo sin remedios, se ha convertido en una espada de Damocles.
Tras muchos años, la acción de la Unesco ha sido paradójica: los que realmente peligraban han seguido ahí (por ejemplo, Sanaa o la medina de Tetuán); otros, como los Budas afganos de Bamyan, han sido destruidos impunemente y, sin embargo, otros que no han necesitado protección del organismo peligran, como la Giralda, o, caso del Valle del Elba, o han desaparecido virtualmente porque un tropel de presuntos expertos se dedica a amonestar con sentido sacramental y a lanzar excomuniones del tipo de las de la Edad Media.
No tienen tras ellos un sólido corpus de cánones, sus decisiones las respalda la regla universal del ojo del buen cubero pero, en una sociedad mediática como la nuestra, logran encender hogueras de vanidad que, en el caso de Sevilla, han servido al Colegio de Arquitectos para convocar un sínodo que decidirá si la torre Pelli es buena o mala basándose en la horizontalidad del suelo de la ciudad, un criterio por el cual tampoco podría haberse levantado la Giralda y menos el añadido de Hernán Ruiz. Quizás esos pocos metros sublimes sean la distancia hasta el ridículo.
Antonio Zoido es escritor e historiador
