La representación del baile gaditano que se plantó ayer sobre las tablas del teatro Alameda mostró dos Cádices antagónicos, dos caras contrapuestas del baile. Una la encarnó Paloma Fantova, que salió a escena como un huracán y desplegó un estilo que, más que vigoroso, cabría calificar de vehemente. Todo fue desmesurado en su actuación, desde el volumen de micros, guitarras y percusión, que provocaron algún ingrato acople, hasta la mirada de la bailaora, que acababa siempre de soslayo y con brillos desafiantes. En la seguiriya emuló a Carmen Amaya, pero cerró una y otra vez con aspavientos de Farruquito. Se atemperó por soleá y acabó dando lo mejor de sí –sobre todo en pies– por bulerías. Promete, pero debe asumir que al público es mejor camelárselo que intimidarlo.
Macarena Jiménez, de la que sólo pudimos ver un par de pinceladas si queríamos que usted se desayunara hoy esta reseña, tiene en cambio bien aprendida esa lección. No siendo tan enérgica como su compañera, la chiclanera bailó por alegrías con un mantón precioso y una dulzura como para derretir el castillo de Sancti Petri, y nos permitió soñar que, hace ahora 200 años, acaso una sonrisa como la suya hubiera podido rendir al gabacho sin disparar un solo tiro.
