Los cantaores evolucionan a veces más como consecuencia de poderío o debilidad física, que por motivos intelectuales, o sea, de talento. El Pele tiene una capacidad natural extraordinaria, como le ocurría a Camarón, pero carece del talento que tiene, por ejemplo, Enrique Morente. Irregular y con pinceladas geniales, como buen gitano, le gusta el teatro y lo practica cada día más cuando canta. Podría intentar ser más natural y no darle rodeos al cante, con tantos melismas arrebujados, que a veces no se le entiende lo que dice; y el cante, señores, es una música a través de la cual se dicen cosas.
Dicho esto, digamos, como preámbulo, el cantaor cordobés se entrega hasta límites sobrehumanos y es capaz de lastimarnos de placer haciendo a su manera las soleares de Alcalá y Cádiz; de crujir por seguiriyas del Marrurro, doliendo en lo más profundo del alma; de embelesarnos en unas malagueñas más suyas que de nadie, al aire de Bernardo; de encender el carbón en las tarantas de Cepero y la cartagenera de Chacón; de llevarnos de paseo por Bajo Guía jugando con la voz como el que juega al trompo; y de meternos tan hondo el compás de la bulería, que dan ganas de bailar. Es un cantaor desconcertante, con su ojanilla y su teatro, con sus luces y sus sombras, con sus genialidades y mediocridades, con sus cuentos y verdades. Tiene algo importante, que ya no la tiene ningún cantaor: que no te aburre. Los que tienen un sello, y El Pele lo tiene, siempre dan sentido a estar una hora sentado en una butaca. Su guitarrista, en cambio, Patrocinio hijo, es la seguridad. ¡Pedazo de guitarrista!
