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El cantaor que salió de la tarta

Los hay que cantan mejor, pero el de Badalona es todo un artista que ha sabido pelear su sueño y que tiene el don del carisma.

el 24 mar 2013 / 22:39 h.

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Por Manuel Bohórquez Creo que fue el escritor y poeta Félix Grande quien lo bautizó como el Camarón blanco cuando en 1993 arrasó en el Concurso Nacional del Cante de las Minas, que lo ganó sin apenas saber cantar y con la ayuda de los sabios consejos de Pencho Cros. Era entonces un muchacho que cantaba rumbas aflamencadas en locales de Badalona, su tierra natal. Y que emulaba a una genial cantaora catalana llamada Mayte Martín, con la que hoy apenas tiene relación alguna. Gracias a aquella gesta de La Unión y al bombo de los medios de comunicación españoles, Miguel Poveda es hoy la primera figura del cante flamenco. No del cante gitano-andaluz, que diría Antonio Mairena, sino de ese género menor que para algunos es el cante melifluo de los payos, sin ningún fundamento. Miguel Poveda no es gitano, aunque se propuso cantar a lo calé y casi lo ha logrado: canta por bulerías más a compás que muchos hijos de Fillos y Pelaos, aunque le falte el metal de ellos. Y hasta ha aprendido a darse una pataíta por fiesta, con ángel, que sus fans celebran siempre en sus conciertos como si hubiera resucitado Paco Laberinto, aunque no sepan quién fue. poveda_perfilaturaPoveda es, sobre todo, un cantaor listo, siempre lo ha sido, desde que decidió no apodarse el Niño de Badalona y llevar por bandera su verdadero nombre y el apellido de su padre. Y la verdad es que pese a su espectacular lanzamiento desde el certamen cartagenero no lo tuvo nada fácil en sus comienzos, quizás porque en La Unión lo hicieron figura mediática antes que cantaor. Quisieron venderlo como el nuevo genio del cante jondo y Poveda no es un genio, es solo un buen cantaor, de poder, con grandes cualidades artísticas y la cabeza perfectamente amueblada. Él mismo me confesó una mañana en el bar del llorado Pepe Peregil que le hubiera costado salir como artista treinta años antes, “cuando había fenómenos como Fosforito, la Paquera, Menese, Morente, Lebrijano o Camarón”. Me dijo esto cuando decidió afincarse en nuestra provincia, en la localidad aljarafeña de Gines, recién huido de su propia tierra donde no se sentía muy apoyado. También tenía sus miedos cuando decidió cambiar de aires y hacerse sevillano de adopción. Creía que Sevilla, siempre tan conservadora, unas veces libertaria y otras beata, le obligaría a mudar de nuevo los muebles, pero no ha sido así. Sevilla adora a Miguel Poveda, es la ciudad que lo ha hecho primera figura del cante, la que se lo ha dado casi todo. Es ya su cantaor, como lo prueban las 6.000 personas que llevó a Fibes entre el pasado viernes y ayer sábado. Esto no significa que sea el mejor cantaor de esta ciudad. Hay cantaores en pueblos de Sevilla, dedicados a coger aceitunas o a encalar fachadas, que cantan mejor que Poveda, con más profundidad, más pellizco y más conocimientos sobre el cante. Pero Miguel es artista y ahí radica su importancia como cantaor. Lo de menos es si aporta cosas nuevas o no, si tiene la profundidad y el conocimiento de los grandes. No es eso. Ha triunfado porque, en primer lugar, era su sueño desde que de niño escuchaba a las folclóricas en la radio de su madre. En segundo lugar, porque ha luchado para serlo, y no era empresa fácil siendo de Badalona y apellidándose Poveda. Y por último, porque tiene el don del carisma, que ese te lo pega tu madre en la piel el día que te trae al mundo. Además, Poveda es un artista con suerte, que cae bien, al que le han dado galardones que no han olido aún ni sus maestros. Tiene, por ejemplo, el Premio Nacional de Música, que no se lo han dado a artistas como Paco de Lucía o Lebrijano. Es Hijo Predilecto de la Provincia de Sevilla, galardón que no poseen artistas flamencos de esta ciudad. Y el pasado año recibió la Medalla de Andalucía sin que nadie la limosneara, como ha habido que hambrear este año la de Manuel Gerena. Si Miguel Poveda llega a quedarse en Cataluña no tendría hoy ninguno de estos premios, seguramente, pero, como dijo el tonto del chiste, “al que e toca e toca”. Parte de su éxito se lo debe a haber sabido subirse al carro del auge de la copla, sin dejar de cantar en sus conciertos los palos más tradicionales del flamenco. Salvando las distancias, es lo mismo que hicieron después de la Guerra de 1936 artistas como Manolo Caracol y Valderrama, al darse cuenta de que los seguiriyeros morían con remiendos en los pantalones y las folclóricas, con baúles llenos de joyas y trajes regios. El catalán se ha dado cuenta de que cantando solo por derecho le costaría mantener su propia compañía y hoy recorre teatros y plazas de toros del país con espectáculos que recuerdan a aquellos de la Ópera Flamenca, etapa del cante que nació en la dictadura de Primo de Rivera y que duró hasta finales de los años cincuenta, cuando fue clausurada por el regreso del clasicismo jondo, el nacimiento de la flamencología y la llegada del mairenismo. Aquel cantaor barbilampiño que salió de la tarta levantina, es hoy la tarta misma, el nuevo rey del cante comercial.

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