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El color del Paraíso

El Pabellón de Marruecos de la Expo 92 es el último gran monumento de Sevilla. Tres Culturas organiza visitas guiadas todas las semanas

el 30 jun 2014 / 12:00 h.

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Siempre hay una razón para visitar el Pabellón de Marruecos de la Expo 92. El último gran monumento de Sevilla segrega una especie de droga muy adictiva que hace que los pies enfilen hacia allá a la menor oportunidad. Serán sus estucos, sus maderas, sus metáforas, su azulejería mágica, su artesanía de las pequeñas y las grandes cosas, el corazón puesto en la tarea, o serán quizá las incesantes actividades culturales organizadas en él por la Fundación Tres Culturas, huésped de este exótico rincón de cristal de la isla de la Cartuja. Pero en esta ocasión, además de todo eso, había un elemento más que atraía la atención de esta ruta decidida a curiosear, en compañía de la guía Inmaculada Díez, en busca de maravillas entre el patrimonio más extravagante e insólito de la ciudad. Y esa pieza novedosa era nada menos que la lápida de un presunto sepulcro aparecida en las excavaciones del lugar, cuando se construyó hace más de veinte años. Según fuentes de la casa, llegó a barruntarse que pudiese tratarse de la losa del famoso monje leproso, un cartujo que por su enfermedad se apartó de la comunidad de religiosos, viviendo en soledad al otro lado del huerto hasta el fin de sus días. Pero si era así, ¿dónde estaba el monje? ruta-marruecos-01 El salón principal del pabellón, presidido por su fuente de ocho puntas en representación simbólica de Al Andalus. / Foto: Pepo Herrera El chivatazo de la lápida fue de impresión, teniendo en cuenta que una de las pasiones abiertamente confesadas de este itinerario raro son los subterráneos, las criptas, las mazmorras, los sótanos y, en general, cuanto huela a tierra, mojada o no. Es en estos lugares donde mejor se palpa y hasta se inhala el espíritu del misterio, que es una de las claves de la pasión por la cultura y la historia de los lugares, amén de cogerse las mejores pulmonías de Sevilla. Pero antes de bajar al sótano del edificio para ver la piedra y dejar a la imaginación no solo volar, sino establecer su nido en un campanario cercano si tal fuese su gusto, era obligada una visita al lugar. Recorrer la sede de la Fundación Tres Culturas, dejarse atrapar otra vez por el misticismo de sus hechuras y por la belleza de su mensaje. Y aprovechando la visita guiada semanal y por más señas gratuita, allá que se presentó este periódico. Unas cuarenta personas se habían arracimado esa mañana a las once en punto bajo la solana de la calle Max Planck, aliviada por las sombras de cristal del edificio. Y lo primero que recibieron fue una hermosa lección de arquitectura contemporánea, cuando se arrancó la visita comentando que por aquellos años previos a la Expo (y, por lo tanto, con el cambio de milenio a las puertas), el último grito artístico era la idea de la modernidad, la entrada en el siglo XXI como el referente por antonomasia del futuro. Los países, y en particular aquellos cuyo estereotipo habla de lo antiguo y lo tradicional (caso de Marruecos), quisieron dejar clarito que ellos también se apuntaban a ese futuro en ciernes. Y de ahí nació esta obra prodigiosa donde la piedra, el mosaico, la madera, la luz, el agua y el cristal obran esa fusión entre lo ya pasado y lo que aún está por venir. La nada desdeñable cantidad de 1.200 millones de pesetas (más de siete millones de euros) fue su precio. Aspecto exterior del edificio de Michel Pinseau, una de las últimas joyas de Sevilla.  / Foto: Pepo Herrera Aspecto exterior del edificio de Michel Pinseau, una de las últimas joyas de Sevilla. / Foto: Pepo Herrera Todo está hecho de forma artesanal, desde el trabajo de las tejas verdes que cubren la imponente cúpula que se abría al cielo de la noche hasta las pequeñas filigranas de madera tallada con los pies, pasando por todos los mosaicos. Este apego por el primor dio como resultado que el pabellón no estuvo terminado para la inauguración de la Expo, pero lo curioso es que en el fondo le vino de perlas, porque Marruecos aprovechó el contratiempo a su favor y mostró, como un aliciente más para los visitantes, a los artesanos en pleno trabajo componiendo las últimas piezas de la decoración. Mensaje cifrado. El arquitecto fue Michel Pinseau, que no era marroquí sino francés. Había caído en gracia del régimen (con la misma presteza con que luego caería en desgracia) y había erigido algunos de los edificios contemporáneos más importantes de Marruecos, como la Ciudad Real o como la mezquita Hassan II de Casablanca. Y lo primero que hizo este señor fue estudiar qué concepto se podía transmitir mediante la arquitectura a quienes lo visitaran. Para poder presenciar ese mensaje cifrado fue preciso entrar al salón principal, donde los murmullos de asombro entre quienes no lo habían visitado fueron muy elocuentes. Envuelta por una nube de arcos y azulejos de los colores más deliciosos, la sala central se muestra gobernada por una fuente de ocho puntas cuyo suelo es de cristal, y que aparece unida al sótano por un surtidor blanco que se clava en lo profundo como una estalactita de cuarzo. Y coronándolo todo, la cúpula. Cuentan los guías que la estrella de ocho puntas es el símbolo de Al Andalus, y que como tal se repite por toda la estructura; que el Islam se originó en un contexto desértico y por lo tanto el agua es un elemento casi mágico: en su cielo hay ríos de miel, de leche y de agua. El que esa estrella de ocho puntas emerja del agua y se coloque bajo la cúpula significa que Andalucía surge del paraíso y se coloca bajo la mirada de Dios. La cúpula del edificio, contemplada desde la planta baja y que se abría de noche durante los meses de la Expo 92. / Foto: Pepo Herrera La cúpula del edificio, contemplada desde la planta baja y que se abría de noche durante los meses de la Expo 92. / Foto: Pepo Herrera El aspecto multicolor de la sala se ve replicado en el sótano, una estancia muy similar, por los tonos blancos y verdosos. Parece ser que fue el propio rey Hassan II quien escogió la paleta de colores que debía llevar el edificio, y que en vez de los rojos vivos y los verdes y otros más contundentes, los propios del país, prefirió las tonalidades pastel, para que los visitantes, al entrar, se sintieran a gusto y quisieran viajar a Marruecos. El sótano se completa con el cine y las aulas de hebreo y árabe moderno, cursos que imparte desde hace años la Fundación Tres Culturas. Mientras tanto, la zona alta es otro derroche de imaginación y esmero artesanal. Allí estuvo el restaurante del Pabellón de Marruecos, y la diversidad y calidad de los adornos es directamente mareante. Los trabajadores que lo hicieron todo provenían, como es lógico, de Marruecos. Pero no de cualquier parte. Eran de Fez, Una ciudad cuya fundación se debió en parte a la expulsión de los antiguos andaluces. De hecho, uno de sus barrios originarios se llama así, el de los andalusíes. Ellos se llevaron allí su arte, sus técnicas centenarias, y al cabo de los siglos regresaron con ellas para erigir en Sevilla una de las construcciones más bellas del presente. Era, en cierto modo, regresar a casa. A por la lápida. La visita al edificio dura alrededor de una hora, aunque se hace mucho más corta. Es muy recomendable entrar en la web de la Fundación Tres Culturas tanto para apuntarse a una de ellas, que suelen ser los martes (aunque para grupos grandes existe la posibilidad de fijar otras fechas), como para ver la oferta cultural de la casa, entre proyecciones, música, conferencias, exposiciones y jornadas. Pero aún quedaba algo por ver, y era la famosa lápida de la que hasta entonces se había venido hablando entre dientes. Al parecer, según los trabajadores del Pabellón de Marruecos con los que se pudo conversar al respecto, se trataba de una losa con una figura de la Virgen con el Niño descubierta durante las obras de construcción, al remover la tierra. Lo curioso es que la lápida apareció, pero la tumba no, con lo que las preguntas se multiplicaban. La pieza, guardada en un almacén, fue cuidadosamente sacada al sótano y expuesta en el pasillo, para que en estas páginas se pudiera dar fe de su existencia. Pero su misterio quedó casi resuelto de inmediato: lejos de mostrar una factura antigua, se veía a distancia que se trataba de una obra bastante reciente. Esos haces de luz irradiados desde la cabeza de la Virgen tenían toda la pinta de no ir en el tiempo más allá de los años sesenta. Y así, inspeccionándola con calma, en el lado superior derecho se pudo ver la inscripción Senserrich, que no era sino la firma del autor, el catalán Miguel Senserrich, un escultor contemporáneo... por mal que eso se lleve con el ensueño de encontrar un sepulcro medieval o por lo menos renacentista –qué menos– con su monje leproso dentro. Pero pese a haber esclarecido un misterio, quedaba otro: ¿Qué hacía esa losa enterrada en la Cartuja, antes de la Expo? ¿Quién la dejó allí? ¿Con qué intención? Las respuestas, de momento, tendrán que esperar. Las mismas preguntas se hacía Inma Díez al final de la visita: «Para empezar, el edificio del Pabellón de Marruecos me parece espectacular, plagado de detalles. Es un edificio con mucho encanto y con una amplia oferta cultural que los sevillanos deberíamos visitar más a menudo. La visita guiada ha sido estupenda, me ha permitido conocer más detalles sobre el pabellón y sobre la Fundación Tres Culturas, que me parece que hace una labor esencial, acercando a los pueblos del Mediterráneo a través de la cultura. Y en cuanto a la lápida... Qué de incógnitas. En mi cabeza solo hay preguntas sobre ella. ¿Quién tuvo el cuidado de enterrarla y por qué? ¿Dónde está el cuerpo? ¿A quién pertenecería? ¿Por qué no hay ningún nombre en la lápida? Muchas dudas e interrogantes que no creo que lleguemos a resolver». Que es, si se mira bien, lo mejor que le puede pasar a un misterio.

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