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El derecho a la verdad

La intervención del juez Garzón en la identificación de las víctimas de la represión franquista, cuya deriva todos conocemos, así como la decisión del Tribunal Supremo de declararse incompetente para investigar los crímenes de la dictadura, han puesto de manifiesto una vez más que la democracia española tiene una cuenta que saldar con aquellos que fueron sus víctimas directas.

el 15 sep 2009 / 19:27 h.

La intervención del juez Garzón en la identificación de las víctimas de la represión franquista, cuya deriva todos conocemos, así como la decisión del Tribunal Supremo de declararse incompetente para investigar los crímenes de la dictadura, han puesto de manifiesto una vez más que la democracia española tiene una cuenta que saldar con aquellos que fueron sus víctimas directas. Más de medio siglo después de sucedidos los hechos, aún quedan más de 120.000 personas desaparecidas, enterradas en cunetas de las carreteras o caminos, en fosas comunes o en campos olvidados, y los poderes públicos que nos gobiernan no han dado una respuesta adecuada a sus familiares y a la sociedad en su conjunto.

Hace ya tiempo que se identificó dentro del catálogo de los derechos humanos el derecho a la verdad, es decir, el derecho a conocer certeramente las violaciones de tales derechos de la forma más completa posible, y en particular la identidad de sus autores, las causas, los hechos y las circunstancias en que tales violaciones se produjeron; un derecho, como dicen las declaraciones internacionales, que corresponde a las víctimas, a sus familiares y a toda la sociedad, y que obliga a los poderes públicos a arbitrar los mecanismos judiciales y extrajudiciales para su plena satisfacción. Precisamente, éste ha sido el fundamento jurídico y filosófico que impulsó en su momento las Comisiones de la Verdad en muchos países de América Latina, cuando la indiferencia o inactividad del poder judicial no permitió el conocimiento jurisdiccional de las violaciones de los derechos humanos. Con ellas colaboró España en más de una ocasión, convencida de que sólo conociendo lo ocurrido es posible la construcción de una convivencia justa.

Es evidente que el tiempo transcurrido desde que se produjo la aniquilación de miles de personas por la dictadura impide que judicialmente se proceda contra sus autores; pero ello no debe impedir identificar a sus víctimas, localizar sus cuerpos, conocer los hechos que se le imputaron para su restablecimiento y saber las circunstancias en las que se produjo su muerte. Este que, como hemos dicho, es un derecho humano de fácil comprensión, sin embargo es objeto de controversia por una parte muy significativa de la clase política, por importantes medios de comunicación y por algunos sectores sociales. Una controversia que no se alcanza a comprender pues lo que está en cuestión con su ejercicio es la responsabilidad de un régimen que negó los derechos más elementales de la persona, con el que no se debe identificar ningún demócrata.

No estamos pues ante un debate ideológico entre conservadores y progresistas sobre algún aspecto político, sino ante la dialéctica entre dictadura y democracia; una dialéctica que se resolvió a favor de esta última con la aprobación de la Constitución y en la que no vale traer argumentos de la transición ni pretendidos pactos de olvido o perdón. Máxime, cuando los familiares de esas víctimas han renunciado a la condena de sus verdugos, pidiendo únicamente su localización y restauración.

La mal llamada Ley de Memoria Histórica quiso dar una respuesta a estas pretensiones, aunque con algunas carencias; sin embargo, parece claro que está no ha producido los resultados esperados, dadas las reclamaciones planteadas por los familiares y asociaciones. Urge pues que el gobierno asuma de forma más decidida la defensa de este derecho humano: el de que la verdad se conozca.

Rosario Valpuesta es catedrática de Derecho Civil de la Pablo de Olavide

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