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El epílogo reposado de un final de fiesta

La Feria fenece sin multitudes ni vacíos tras una semana marcada por la crisis económica.

el 08 may 2011 / 20:45 h.

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Si en la tarde del sábado de Feria aparece ya la punzada premonitoria de un final cierto aunque lejano, el domingo todo eso se ha vuelto evidencia: el azulejo pregonando el premio otorgado a esa caseta que se adornó con tanto esmero hace una semana indica que los visillos, los cuadros, el tresillo y las flores se han convertido en pasado; los espejos reflejan que todo aquello que ya se ha ido; no para siempre pero irse, se ha ido. Es el final inexorable de los días señalados de la primavera.

Este año, como si se tratara de un horóscopo escrito por Moody's, todo ha estado bajo el signo de la moderación: han descendido los abonos en la Maestranza (evidentemente los que se sacaban para que sirvieran de Publics Relations), los caballos alquilados, los paseos en carruaje, los dispendios en las recepciones...; se han vuelto a ver, incluso, aquellos canastos de hace mucho tiempo en los que las familias llevaban -como si se hubieran ido a una excursión campestre- tortillas, filetes empanados y croquetas de puchero.

Esta visión ha hablado con voz alta y clara de la crisis económica, de que parados no son todos los que están pero sí están todos los que son y éstos son muchísimos. También, sin embargo, de que más potente que ese huracán económico y financiero sigue siendo el deseo irrenunciable de pisar el albero del Real, lucir el traje del año pasado o del otro, encontrarse con los amigos a los que no se veía hace mucho, pasar el trago con un rato de bonanza vital, que es como decir dominar el tiempo sentándolo a nuestro lado y acariciarlo como se acaricia las guedejas de un perro de agua.

La crisis o el puente en el primer día hicieron del sábado un día equilibrado, sin multitudes y sin vacíos, una Feria transitable y hermosa.La aparición de esos canastos familiares ha sido como volver un poco al principio, a recapitular un siglo y tres cuartos de ferias, que ya es mucho decir, donde hubo de todo y donde el principal combate lo libraron la seda y el percal. Porque la Feria nació con la seda y los tules en su centro mientras el percal aparcaba por los alrededores, en el blanco delantal de las sirvientas, en los puestos de agua y de buñuelos, en las camisas de los caleseros y la chambra gris marengo de los tratantes. "Ya conozco el percal" se decía entonces -y aun se dice hoy en día- para referirse a algo sin mucho precio.

Pero, poco a poco, el humilde percal de los barrios fue avanzando sus líneas y tomando posiciones: eso sucedió en cuanto las sevillanas ensancharon su campo y lograron tomar las calles del Prado de San Sebastián y la explanada de la Plaza de España: el algodón estilizaba el cuerpo femenino, hacía describir a los volantes curvas más amplias, dejaba ver las enaguas. Sus sandungas criollas se toparon con el faralá italiano y lo engulleron en el arte de su vuelo: las seguidillas corraleras se habían convertido en burguesas.La seda de los vestidos encargados a modistos parisinos desapareció y, en su lugar, se abrió paso la que llevaba bordados de pájaros, flores o ideogramas chinos que nadie sabía que lo eran: la seda del mantón de Manila, tomada en un principio de los fardos de tabacos que llegaban al puerto y mandado a bordar a Cantillana o Villamanrique de la Condesa: la prenda democrática por antonomasia de la fiesta, lucida lo mismo en la balconada del palco de los maestrantes que en la de las gradas, en las casetas grandes y en las chicas, en la trasnoche de los actos de sociedad o en el flamenco íntimo.

Esos humildes canastos con la merienda que han vuelto a la Feria son la evidencia de las estrecheces por las que atraviesan muchas familias pero también la prueba incontrovertible de la perdurabilidad del abril sevillano, la señal de que su devenir no va a depender de las recepciones ni de los saraos sino de la voluntad de cientos de miles de mujeres y de hombres, de una ciudad de ciudadanos que, en unos determinados días, ha sido levantada entre todos para cambiar una cotidianidad por otra distintaItalo Calvino, en su mítico libro Las ciudades invisibles, inventó una, llamada Ersilia, que sus habitantes construían tendiendo incesantemente cuerdas entre las esquinas de las calles por medio de las cuales señalaban relaciones de parentesco, intercambios, autoridades, representaciones... Ponían en ello todo su empeño y cuando todo había alcanzado su límite se marchaban de allí para, pasado un tiempo, reedificar otra Ersilia. No creo que viniera nunca por la Feria pero la había descrito sin saberlo.

Las fiestas reposadas del Domingo de Feria tienen la carga nostálgica de quien se apresta a emprender una travesía hacia el más allá. Por eso salen de la garganta las viejas sevillanas que a nadie se le ocurrió entonar días atrás y flotan por encima de las mesas y las sillas verdes, rojas y azules esas nubes que parten por la mitad los cuerpos en los cuadros de Eduardo Naranjo. Porque son verdes tus ojos, / niña, como el mar / te quejas, ha entonado una voz en el rincón, a lo mejor, sin darse cuenta de que ha traído al mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer a la reunión.Afuera los cascos de los caballos que enfilan la penúltima vuelta del paseo suenan cansinos y con mucho más eco.

La gente se recoge serena en el interior de cada caseta donde se desarrollará esa ceremonia -particular y única en cada una de ellas- que comenzó no se sabe cuando, que alguien se inventó un año cualquiera, y que ahora es obligatoria, agradable y, al mismo tiempo, descorazonadora realizar. Para continuarla y legarla como si se tratara de una liturgia. Los que han vuelto de la plaza de toros ya han tenido la suya: los Miura -da igual quien los toree- han sido la suya.

La Feria se agosta; se curva hacia abajo como un campo de espigas al compás marcado por el Tiempo. Dentro de nada la ciudad construida para seis días comenzará a derrumbarse o, mejor dicho, a ser derrumbada por cuantos la habitaron. Quien vaya por allí hoy encontrará el mayor horizonte de desolación jamás visto. Tal vez reconozca los juegos de colores de las flores de papel de algún techo, el dibujo gracioso de un panel de cartón, la maceta de geranios que se ha quedado olvidada. También las frutas y hortalizas que sobraron: tomates, pimientos, patatas, cartones de huevos a medio consumir..., una estampa ultraísta del canasto con tortilla, croquetas y filetes empanados de las familias noqueadas por la crisis que fabricaron los banqueros.

Ahora, al filo de la medianoche, los besos y los abrazos son la despedida de una Ersilia que fenece para aprestarse a comenzar un viaje que la lleve hasta otra.

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