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El parque de los espíritus

El vandalismo y la apatía están acabando con uno de los itinerarios más hermosos de Sevilla, el de los árboles del Parque de María Luisa.

el 18 may 2014 / 23:59 h.

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Las raíces caen desde las ramas o bien se extienden como una marea creciente por la base de este colosal árbol de las lianas, cerca de la Avenida de María Luisa. Las raíces caen desde las ramas o bien se extienden como una marea creciente por la base de este colosal árbol de las lianas, cerca de la Avenida de María Luisa.

Cuenta una leyenda que el olmo es el árbol más antiguo que el hombre recuerda. Tan antiguo es este ser que tiene algo de madre, y en los viejos pueblos de la España norteña se le llama como tal, en femenino: la olma. Castrillejo de la Olma, reza un pueblo de Palencia. La Virgen de la Olma, patrona de Pedrosa del Príncipe, en Burgos. También en Burgos está la casa rural llamada de la Antigua Olma, en Riocavado de la Sierra, y hasta en el zaragozano municipio de Villanueva de Jiloca hay una asociación cultural La Olma. Es uno de los árboles más mágicos que se conocen, en el sentido más noble y profundo que se le pueda dar a esa palabra. Por eso entristece que la inmensa mayoría de los sevillanos no sepan dónde se encuentran los olmos del Parque de María Luisa. La misión de hoy y de la semana que viene, en esta guía extravagante de Sevilla, consistirá en recorrer el recinto centenario en busca de sus árboles más poderosos y míticos, revelando el espíritu de cada uno de ellos, sus propiedades y curiosidades.

No se puede emprender la etapa sin la presencia de la que es su guía desde el comienzo de la serie, Inmaculada Díez, cicerone sevillana. A la expedición se suma el artista escultor Jesús Méndez Lastrucci, quien ya estuvo la semana pasada para hablar de la glorieta que lleva la obra de su bisabuelo, Castillo Lastrucci, y que se ha quedado para esta entrega, rendido al magnetismo de un parque que ha modelado la infancia y la memoria de media Sevilla.

Es lo primero que dice el imaginero: «Adentrarme en el Parque de María Luisa es como abrir una ventana en mi pasado. Cada vez que lo hago, casi siempre acudo cuando mi instinto me lo pide; siempre accedo a su reclamo, que acude a mí casi siempre en horas nostálgicas», dice Jesús Méndez, quizá un poco temeroso de que los recuerdos le hagan revivir una felicidad pasada que no es mejor ni peor quizá que la de ahora, pero sí irrecuperable. «Es cuando todo me hace retornar hasta mi niñez. El parque lleva las cuentas de nuestro pasar de los años, pues todos vamos sumando años juntos».

«Quién de nosotros, de pequeño, no ha subido al Monte Gurugú y veía como caía el agua por su cascada hasta el reducido estanque de abajo; o no le ha dado de comer arvejones a las palomas de la Plaza de América, de aquellas bolsitas que las nuevas normativas prohibieron; o quién no ha subido las escalinatas en la misma plaza y que te llevan al interior del Pabellón Mudéjar y ha visto cómo los maestros pasados pintaban los carteles de Semana Santa y Feria», dice Méndez Lastrucci; «quién no ha recorrido las provincias españolas a través de los bancos de la Plaza de España; o, subido a una de aquellas barcas de dos remos, no ha escrito a lápiz en alguno de los puentes que cubren la ría artificial sus nombres de enamorados».

Más joven, pero igual de sevillana que Jesús, Inma Díez también luce en su memoria la impronta del lugar. «Dos son mis rincones preferidos del Parque de María Luisa», dice: «el estanque de los patos y las fuentes con forma de niña de la Plaza de América. Las dos me recuerdan mi niñez, cuando de pequeña iba los domingos al parque y bebía de esa fuente, mientras la niña (siempre la de la camiseta roja) me observaba mientras bebía. O les daba de comer a las palomas de la plaza de los paquetitos de arvejones que me compraban, y les tiraba gusanitos a los patos del estanque. Por supuesto con mi madre sujetándome por la espalda, no fuera a ser que me cayera al agua», cuenta, y se ríe. 15751654Todo el mundo habla de los bancos y jarrones de cerámica, y llora cada vez que algún vándalo los destroza; de las glorietas preciosas y de los libros que albergaban; de las palomas y los museos; del rastro de Aníbal González; pero casi nadie habla de sus árboles. Hace años, siendo alcalde Alfredo Sánchez Monteseirín, se creó un itinerario botánico del Parque de María Luisa. Se colocaron hermosos planos y rótulos por todo el recinto, identificando dónde estaba cada ejemplar más reseñable y cuáles eran sus características, sus usos y su historia. Algunos de estos indicadores ya no existen; otros están rotos o pintarrajeados; y finalmente, quedan varios que se conservan en relativo buen estado, pero que pronto desaparecerán también si los vándalos siguen con sus diversiones preferidas y si continúa sin acometerse la reposición del material dañado. Lo cual será una de las peores noticias que haya generado este pequeño pulmón romántico con ocasión de su primer centenario.

Tres olmos hay en esa ruta, tres olmas madres:una en el Jardín de las Delicias (que también formaba parte del parque original), casi a espaldas del antiguo Instituto Murillo, Pabellón de Argentina; otro, muy cerca de la puerta del parque que da a Felipe II (nada más entrar por la Avenida de Don Pelayo, a la izquierda);y el tercero, junto a la Glorieta de Mas y Prats. El nombre en femenino, como cuando se dice la mar o la calor, quiere añadirle algo inmaterial a la palabra: le aporta intimidad, le hace formar parte de la vida. No es casualidad: el olmo es el árbol de las plazas de los pueblos. La criatura varias veces centenaria que, gracias a esa longevidad, ha visto crecer a su alrededor las calles, las fuentes, las charlas de los bancos, la vida de la gente. Era un buen árbol de sombra, y encima sus raíces aguantaban bien esos suelos pavimentados que tanto oxígeno quitan a la tierra, y así, desde tiempos de los Austrias, se fueron volviendo los más viejos de todos los paisanos; escucharon sus historias y sus penas y dieron cobijo a sus amores y a sus verbenas. Si alguien quisiera decir del olmo que es el más humano de todos los árboles, pocos podrían afeárselo.

Su corteza, en especial la de las ramas, reúne muchas y muy buenas propiedades medicinales una vez convertida en ungüento, dicen los que saben de esto. Espasmos, cólicos y diarreas, cicatrizante, antiinflamatorio en caso de golpes y torceduras. Es una pequeña farmacia, como en general lo son, cuando se usan bien, muchas otras especies botánicas. De otros árboles no se conocen tales aplicaciones, aunque tengan cualidades notables y algunas de ellas sean, en cierto modo, curativas. Por ejemplo, el ciprés de los pantanos, dueño de una madera maravillosa ya sea para construir barcos o para levantar casas. En el caso del Parque de María Luisa, además de ello aporta al ser humano un purgante emocional de primera, porque está nada menos que al pie del estanque, sombrando la Fuente de las Ranas... y presidiendo el monumento a Bécquer. Méndez Lastrucci confiesa su debilidad por este rincón. «Cada uno de nosotros tendrá sus manías o simplemente costumbres; la mía, nada más entrar, se convierte en un ritual que se va repitiendo con el paso de los años. Lo primero es acercarme a ver al poeta del amor, Gustavo Adolfo Bécquer, y una vez bordeado todo su perímetro circular, detenerme ante el que suscribe al amor en sus tres estados». Si impresionante es el conjunto escultórico, igual o más lo es este arbolazo enorme que conforme ha ido creciendo con los años ha obligado a ampliar el anillo de mármol que lo rodea, esa curiosa alianza tan becqueriana. Estos seres proceden del sudeste de Estados Unidos (Texas, Florida), aunque hace siete años se encontraron restos fosilizados antiquísimos en Europa. Les encanta meterse en todos los charcos, literalmente. De ahí su nombre. ¿Habrá charcos más insondables que los que dejaron las lágrimas de los románticos, por ejemplo leyendo a Bécquer? No se sabe. Lo que sí se sabe es que para secarlos convenientemente, más que un ciprés de los pantanos lo que hace falta es un buen eucalipto.

Cuando alguien ha querido desecar un terreno, lo que ha hecho ha sido plantarle eucaliptos. Es una de sus principales cualidades, pero tiene muchísimas más. Y es curioso, porque probablemente un determinado eucalipto sea el árbol más llamativo de todo el Parque de María Luisa. Lo ha visto todo el mundo, porque es imposible pasar junto a él y no quedarse uno mirándolo con sorpresa y quizá con inquietud. De paseo por la Avenida de Pizarro, salta a la vista. Se encuentra justo al lado del puentecillo de madera que lleva a la Isleta de los Pájaros, junto al estanque de los patos. Su estampa torcida le da un aire al árbol encantado de la película Sleepy Hollow, del que salía el Jinete Sin Cabeza por la noche para ir a buscar modelitos que ponerse.

El eucalipto del puente de madera se retuerce en busca del cielo, mientras intenta deshacerse de su vieja corteza negra para que salga de dentro su piel clara, y en esas anda, con no demasiado éxito. De hecho, a la vista de los profanos no parece un eucalipto hasta que uno se detiene allí, mira hacia arriba y descubre en sus ramas blanquecinas, además del reflejo fluctuante del agua a la que da sombra, sus buenos peñachos de hojas alargadas. Uno de los ufólogos más conocidos de España, José Luis Hermida, vecino de Sevilla durante muchos años y autor de innumerables estudios e informes sobre las llamadas zonas calientes de avistamiento de ovnis, dedicó uno de esos trabajos a la relación que había entre tales apariciones y los eucaliptales. Según él, se ven muchos más en las zonas donde este árbol está presente. Un árbol, en su opinión, que bien merecería también el título de extraterrestre por esa peculiaridad de desecar los terrenos y, sobre todo, por sus extraordinarias propiedades medicinales.

Rara es la casa sevillana, en particular si en ella viven o han vivido personas mayores, en la que no se ha visto una cocción de hojas de eucalipto, y a la persona en cuestión sentada delante de la olla humeante, con un paño sobre la cabeza para atrapar los vapores y beneficiarse de ellos en las inhalaciones. La gente se llevaba a casa estas hojas, de vuelta de sus excursiones al campo, y la sensación en las casas –una vez hecha la operación de cocerlas– era la de haber depurado su aire hasta el extremo. Lo mismo no viene del espacio, pero sí de muy lejos: de Australia. Al acabar con el agua de las inmediaciones, los mosquitos y demás bichos perjudiciales para la salud humana no proliferan. Es un potente bactericida empleado contra los microbios que andan detrás de las infecciones de las vías respiratorias. Antiinflamatorio, expectorante, contra la gripe y el asma, contra la bronquitis y la sinusitis... Además, por lo visto también reduce los niveles de azúcar en sangre. Es normal que los alienígenas vengan a por ellos, si es que finalmente lo hacen. No se les puede reprochar su afición, sobre todo si por esas galaxias lejanas, muy lejanas, está de moda también lo del céntimo sanitario. El reverso del eucalipto es otro de los grandes protagonistas del parque. Uno de sus ejemplares más imponentes se puede ver junto a una de las salidas a la Avenida de María Luisa, cerca de donde está Bécquer. Por ser lo contrario que el eucalipto, necesita muchísima agua y no solo no cura, sino que es, en cierto modo, un poco asesino. Metafóricamente hablando, por supuesto. Es el árbol de las lianas, una modalidad de ficus enorme cuyo rasgo más llamativo está en el derroche de raíces que muestra en la superficie del suelo. Tantas y tan abundantes son que, en los ejemplares más desarrollados, se forman una especie de compartimentos que algunos viandantes con necesidades fisiológicas inaplazables aprovechan para atender su urgencia con cierta intimidad.

Este ficus desarrolla, por si las otras fuesen pocas, raíces aéreas. Lo cual podría considerarse en ambientes policiales como el arma del crimen. Sí, porque este sujeto suele crecer sirviéndose de otro árbol. Va trepando por él, despliega sus raíces aéres, estas van cayendo y envolviéndolo todo como cera derretida... y finalmente asfixia al árbol anfitrión, quedándose él con su sitio. En Sevilla hay muchos ejemplares preciosos: en los Jardines de Murillo, junto a la Plaza de Alfaro; en la Plaza del Cristo de Burgos; y quizá los más colosales y llamativos de todos, los de la Plaza del Museo. En todos los casos, esa cascada de raíces desde lo alto, con caprichosas formas y diversos grosores, aviva la imaginación de los más influenciables con todo tipo de fantasías sobre extrañas criaturas, terribles deformidades o articulaciones imposibles, como si un extraño ser viviese dentro de ese tronco inmenso y se manifestara de ese modo.

Es evidente que el atractivo del Parque de María Luisa va mucho más allá de su monumentalidad, sus palomas y sus glorietas. Los viejos árboles que lo pueblan, como todo lo demás, van incorporándose también a la memoria quiera uno o no. Saber sus nombres es importante; respetarlos como seres vivos y como parte importante y necesaria de la ciudad, aún más. El paseo botánico no ha hecho más que empezar. Queda mucha magia y mucha leyenda por descubrir. Será la semana que viene cuando el espíritu de los árboles se asome de nuevo a estas páginas para contar sus historias.

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