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El premio llegó tres lustros tarde

No llegaron a la República Federal Alemana con las dudas de sus compatriotas en 1972, sino con la certidumbre de ser mejor el equipo de la competición. En la semifinal, vengaron a la Naranja Mecánica eliminando a los anfitriones y acabaron con los demonios familiares del fútbol holandés.

el 15 sep 2009 / 05:41 h.

No llegaron a la República Federal Alemana con las dudas de sus compatriotas en 1972, sino con la certidumbre de ser mejor el equipo de la competición. En la semifinal, vengaron a la Naranja Mecánica eliminando a los anfitriones y acabaron con los demonios familiares del fútbol holandés.

Ausente de los dos últimos mundiales tras jugar la final de los dos anteriores, la selección holandesa había pagado con creces el tributo de haber perdido a una generación como la liderada por los Cruyff, Neeskens, Johnny Rep, etcétera. En la fase de clasificación para la Eurocopa 84, los holandeses se quedaron fuera debido a la sospechosa goleada de España a Malta, pero ya se dejaron ver jugadores como los hermanos Koeman, Vanenburg y, sobre todo, Ruud Gullit.

Cuatro años después, en mayo de 1988, un trío de holandeses (Gullit, Rijkaard y Van Basten) conducía hasta el scudetto al Milan de Sacchi. La sensacional selección holandesa que Rinus Michels armó para plantarse en la Eurocopa se apoyaba además en la base del PSV Eindhoven (Van Breukelen, Van Aerle, Van Tiggelen, Ronald Koeman, Vanenburg), que acababa de ganar la Copa de Europa. El viejo inventor de la Naranja Mecánica se había avenido a rescatar a Holanda del averno y sólo el escaso carácter competitivo que a veces tienen los holandeses generaba alguna duda sobre su rendimiento en los estadios alemanes, los mismos que habían consagrado a sus legendarios predecesores dieciséis años antes.

Todos los temores se hicieron realidad en el primer partido. La Unión Soviética se presentaba con la base del Dinamo de Kiev que había ganado la Recopa dos años antes y, sobre todo, con Rinat Dassaev, el fabuloso portero de Astrakán, en su plenitud. Un gol de Rats al comienzo de la segunda mitad fue el preludio del mayor festival de paradas que se recuerda. Holanda, que había dejado a Van Basten en el banquillo por precaución ante su delicado estado físico, se lanzó con todo a por el meta ruso pero Dassaev, aquella tarde en Colonia, era sencillamente imbatible.

El milagro de Kieft. Un triplete de Van Basten liquidó a Inglaterra en el segundo encuentro, pero Holanda estaba obligada a batir a la coriácea Irlanda de Jacky Charlton para meterse en semifinales. La táctica de los irlandeses no era demasiado sutil pero sí extremadamente eficaz. Acumulaban defensores en las narices de Pat Bonner, corrían como demonios, arreaban como mulas, y se encomendaban a un milagro en ataque de John Aldridge, Franck Stapleton o Tony Galvin, sus tres puntas. Así resistieron ochenta y tantos minutos para desesperación de Michels, que había recurrido a Wim Kieft, un delantero larguirucho y antiestético que sólo salía en caso de emergencia. Pues su pantorrilla fue la elegida por el destino para que un chut lejano de Koeman rebotase en ella y se colase en la portería irlandesa cuando en Dublín ya se festejaba el pase.

La semifinal contra Alemania, otra vez en suelo hostil, no podía ser tomada de otra manera que como una revancha de la final del Mundial de 1972. Dos goles de Matthäus y Koeman tenían empatado el partido cuando, en el minuto 88, surgió Van Basten en un desmarque diagonal para rematar en caída un pase de Wouters y ponérsela imposible a Immel. La Eurocopa se cerraría contra la misma URSS del primer partido pero esta vez Dassaev no podría hacer nada para evitar el triunfo holandés. Un cabezazo de Gullit en la primera parte y una volea estratosférica de Van Basten en la segunda sentenciaban el título para Holanda.

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