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Historia de generaciones

Sevillanos y turistas siguen disfrutando del mayor pulmón verde de la ciudad ajenos a la efeméride pero recorriendo los mismos paseos y refrescándose en fuentes y bancos centenarios

el 18 abr 2014 / 00:23 h.

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El parque de María Luisa es lugar de paso obligado para los turistas y un pulmón verde de la ciudad donde los sevillanos acuden a hacer deporte. / Pepo Herrera El parque de María Luisa es lugar de paso obligado para los turistas y un pulmón verde de la ciudad donde los sevillanos acuden a hacer deporte. / Pepo Herrera Tal día como hoy, hace cien años, los coches de caballos no paseaban a los turistas sino que eran aún el principal transporte. El retratista que ofrece placas antiguas como un recuerdo exótico era realmente el fotógrafo que existía, nada de móviles. Ni siquiera existía aún la Plaza de España aunque quizás cuando acudió invitado a la inauguración del Parque de María Luisa al arquitecto Aníbal González ya le rondaba por la cabeza el proyecto para esa Exposición prevista en 1929 de la que ya se hablaba. Cientos de sevillanos –nietos y bisnietos de aquellos primeros afortunados que recorrieron el remodelado jardín del Palacio de San Telmo donado a la ciudad por la Infanta María Luisa–, volvieron a disfrutar de un día como otro cualquiera (y van 36.500) en este pulmón verde, ajenos a la efeméride. El 18 de abril de 1914, Sevilla estaba también en fiestas de primavera, pero no era Semana Santa sino Feria de Abril. Guiris mapa en mano; deportistas haciendo footing, bici o estiramientos; parejas mayores cogidas de la mano, recordando quizás sus tiempos de noviazgo en el que ya paseaban por el mismo parque –sería un gran estudio antropológico el de las iniciales en corazones grabados en los troncos de sus miles de árboles-; y niños, muchos niños –hasta vestidas de comunión remangándose cuidadosamente el traje–, encaramados a las ranas o a los leones de las fuentes a las que dan nombre llenaban ayer el centenario recinto. Hay quien hacía cola para hacerse una foto en el monte Gurugú, original del jardín del Duque de Montpensier, –«parece la selva» decía una turista latinoamericana, y ellos de selva saben–. Otros descansaban bajo las pérgolas que diseñó Forestier cuando le encargaron convertir un jardín privado en un parque público. Y algunos se perdían por añadidos posteriores, como la Glorieta de los Álvarez Quintero que diseñó Aníbal González en 1927. O refrescaban sus recalentados pies en la fuente del jardín de la Concha. O daban de comer a los patos de los estanques, una de las principales diversiones junto con la de correr detrás de las palomas de los más pequeños, seguramente también en 1914. En estos cien años, el parque ha sufrido varias remodelaciones. Además de la realizada para la Expo del 29 –en las vallas que protegen la restauración de la verja neobarroca original junto a La Raza pueden verse fotos de la época–, hubo otras importantes en los 50, 70 y ya en el siglo XXI con una gran restauración de la Plaza de España. Testigo de todas ellas ha sido la familia que regenta desde 1929 el anexo Bar Citroën. «Lo fundó mi bisabuelo, Benito González», explica detrás de una barra abarrotada Marta. «El edificio original era cuadrado pero en el treinta y pico se cambió y desde entonces está así», relata la heredera de este famoso local que debe su nombre a que «en aquella época había al lado una parada de taxis y como entonces casi todos los coches eran de esa marca, empezaron a llamarlo así». Algunos años menos llevan los cinco kioscos –antes eran siete– de helados, granizada y agua fresquita dentro del parque, que desde hace medio siglo van pasando de generación en generación. Es el caso del que regenta Milagros en la Avenida de los Cisnes, que le fue concedido a su abuela, Josefa Borreguero, ya fallecida. «De mi abuela pasó a mis tíos, luego a mis primos y ahora a mí», explica. Asegura que, salvo los toldos añadidos, está tal cual. En cambio el de la Plaza de España comenzó como un carrito de helados, luego un camión hasta llegar al kiosco actual donde aún pasa la mañana en su hamaca María Pérez, cuyo marido lo fundó, aunque tras la barra atiende su yerno. También 50 años tienen los puestos de recuerdos. Empezaron vendiendo «baratijas y juguetes, lo fuimos reciclando por el turismo», relata Manuel, hijo del fundador de uno de los diez que existen en la actualidad. Lamenta que en la última remodelación de la Plaza de España los trasladaron más lejos de la entrada de los autocares de turistas, donde «era mejor negocio». A Manuel, que hace un momento andaba de tertulia política con unas turistas argentinas mientras escogían abanico a cuenta de qué país está peor y dónde son más corruptos los políticos, le quedan siete años para jubilarse y tiene claro que con él se acabará el negocio familiar. «Ya me ocupé de que mi hijo no heredara esto».

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