El Parque Carlos de Mesa, de Coria del Río, tiene la prestancia que le confieren sus quioscos modernistas y el río que se convierte en espectáculo si la marea entra o saca algún navío de gran tonelaje; en uno de sus extremos, el ir y venir de la barca añade otro punto de tráfago portuario, eco de un Atlántico tras los brazos y caños, más cercano de lo que parece. En el otro la estatua de Tsunenaga Hasekura marca simbólicamente el kilómetro 0 de una inmigración transcontinental, la de los Japón, los japoneses llegados en el siglo XVII y que hoy forman uno de los apellidos más numerosos de su población.
No sé si los inmigrantes que participaban ayer en la fiesta del parque han aprendido ya esta historia, maestra de los brazos, caños y vueltas de la vida, capítulos de la Historia Universal de esclavos, hambrientos y perseguidos que Barack Obama veía hace poco en el Cape Coast de Ghana. No sé si se habrán dado cuenta de que la fiesta podía tener sus propios párrafos en uno de sus volúmenes con tal de que prenda y se convierta en un hito más del transcurrir del año. García Lorca, en el llano neoyorkino de la Batería, lugar de masivos desembarcos, escribió que el diminuto banquete de la araña podía romper el equilibrio del universo.
Los japoneses que se quedaron por miedo a volver a su país no sabían que sus tataranietos llegarían a rectores de universidad, árbitros de fútbol o bibliófilos con tienda de bicicletas, ni que, considerándose corianos, andaluces y españoles de toda la vida, buscarían enlazar sus apellidos para no perder el origen. Así es aunque muchos de los que creen haber estado aquí siempre piensen que los que ayer tomaban posesión del Parque de Coria habitarán eternamente en los confines de la Historia de la Infamia. Quizás escribían los primeros renglones de otra.
