Cultura

La mansedumbre que no cesa

Algunas chispitas de Oliva Soto no remediaron un festejo calamitoso por culpa del rajado encierro de los hermanos Lozano.

el 28 abr 2011 / 06:08 h.

La crónica de ayer serviría casi calcada para contarles el pestiño que nos metimos entre pecho y espalda en este tramo de oportunidades que no está siendo tal; que tan sólo está cumpliendo ese papel de relleno inevitable que engorda los abonos sin demasiados argumentos. Ya les hemos contado estos días que los encierros del Conde de la Maza y de doña Dolores Aguirre –éste en grado extremo– habían resultado un completo muestrario de todos los matices que puede presentar la mansedumbre en la versión de una res supuestamente brava. Ayer se colmó el vaso con la esperada corrida de Alcurrucén, que volvió a ser un fracaso ganadero en toda regla que no logró redimir la buena estrella de Alfonso Oliva Soto, que volvió a dejarnos con la miel en los labios con un puñado de lampreazos que no tuvieron el necesario refrendo de la espada.

Quién sabe, quizá le habrían pedido la oreja si el acero hubiera entrado a la primera pero a la faenita del camero le faltó algo de metraje, mayor consistencia para poner a todos de acuerdo. Una vez más sorteó el animal de mayores posibilidades de la decepcionante corrida aunque tampoco se le pueden quitar méritos al diestro gitano, que dio un paso al frente y sorteó las miraditas que le lanzaba el bicho que pasaba con transmisión, sí, pero siempre midiendo el terreno y lanzando ojeadas. Oliva le puso su garra particular y la faena rompió en sendas series diestras, más allá de las rayas, que tuvieron vibración y sentido del ritmo, esa particular puesta en escena del camero que electriza y conecta rápidamente con los públicos. Oliva abrochó el tramo más feliz de su labor con un sabroso kikirikí pero al echarse la muleta a la mano izquierda ya no hubo entendimiento. Vuelto a la diestra, el panorama ya había cambiado: entre que el toro andaba ya orientado y Alfonso desistió de seguir con la pelea, la faena se diluyó y quedó completamente emborronada con los tres viajes que necesitó para echar abajo al animal.

El gitanito camero no había tenido opciones con el colorao engatillado que rompió plaza, primero de los tres ejemplares de este pelo que debieron morir en un matadero, no en una plaza como la de la Maestranza. El caso es que el morito, más allá de la frialdad inicial o la tendencia abanta de su encaste Núñez, no quiso caballo ni pelea y se le acabó picando en la puerta de caballos. En la muleta resultó reservón, protestón y rebrincado. Salía distraído en los esbozos de muletazos que trataba de plantear Oliva Soto, que veía como el toro salía de los embroques a su aire, buscando constantemente un marcada querencia a la boca de riego que mostró desde su salida.

El segundo toro colorao en discordia fue para el diestro manchego Rubén Pinar, uno de los valores más sólidos de la nueva hornada de matadores que no tuvo ésta vez el material idóneo para reeditar el feliz debut sevillano de hace dos campañas. Con un sólo picotazo, el animal se puso a trotar por el ruedo y esperó con peligro en banderillas. Pinar llegó a consentirle, a ponerse en su particular sitio de torear y a dejarle la muleta puesta pero el animalito estaba loco por coger la puerta y en el empeño de su huída estuvo a punto de arrollar a su matador, que le robó pases intrascendentes a favor de querencias cuando aquello estaba más que sentenciado.

Rubén Pinar se las tuvo que ver en segundo lugar con un toro que hizo cosas de reparado de la vista desde que salió por la puerta de chiqueros. El de Alcurrucén parecía atender los toques en la distancia más larga pero se desentendía de las telas en las cercanías. El manchego intentó llevarle siempre tapado pero el empeño era imposible y persistir en ello solo sirvió para impacientar a algunos espectadores

Cerró el cartel otro manchego con fama de templado, Miguel Tendero, que nada pudo hacer con el tercer toro colorao que salió al ruedo, otro ejemplar de mansedumbre extrema, que echó las manos por delante en el primer tercio y se olvidó de los caballos. Tendero se puso de verdad entre los pitones pero el bichejo pasaba unas veces arrollando y otras desentendiéndose de aquello y quedándose a mitad de muletazo, sin emplearse nunca de verdad. El sexto, que se lidió con buena parte del personal en indisimulada desbandada por imperativo futbolístico, fue un animal simplemente manejable pero extremadamente soso y distraído. Miguel Tendero se mostró sereno, solvente y capaz pero incapaz de expresar la más mínima emoción a pesar de la corrección de su trasteo. Era imposible, el toro de Alcurrucén, tan manso como sus hermanos desde que salió por el inmenso portón de chiqueros de la plaza de la Real Maestranza, era una cerveza sin gas ni espuma y todo lo que le hacía no trascendía nada a un tendido silente que se tragó la empanada sin decir esta boca es mía. Qué tormento...

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