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La muerte reincidió en el Baratillo

el 13 sep 2012 / 10:33 h.

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Los números no habían salido tal y como se esperaban y el cuerno de la abundancia que prometía la Expo –en lo taurino– había pasado de largo en la plaza de la Maestranza, que había programado aquel año un largo calendario taurino que ya encaraba su final. Era una novillada dominical más: Antonio Vázquez El Vinagre, Juan de Félix y Leocadio Domínguez se anunciaban para matar un encierro del Conde de la Maza: un festejo que transcurría sin pena ni gloria hasta que saltó a la arena el tercero de la tarde, negro listón, de 458 kilos de peso y bautizado como Avioncito en el herradero.

El primer tercio se verificó sin relumbrón. Ramón Soto Vargas y Juan de Triana –recientemente desaparecido– tomaron los palos para banderillear al novillo, muy astifino y mansurrón, que arrolló sin demasiado aparato al banderillero camero a la salida del tercer par entre las rayas de picadores, justo enfrente de las tablas del tendido siete. Parecía que apenas le había tocado, una voltereta más de tantas. El torero se levantó por su propio pie y llegó a andar algunos pasos vacilantes sin que nada hiciera presagiar la tragedia que se avecinaba. Pero acabaría desplomándose en brazos de los compañeros, que le llevaron a la enfermería. Para entonces su rostro había cambiado; la faz se había tornado cadavérica y su camisa empezaba a empaparse de sangre. El equipo médico comenzaba una angustiosa carrera contrarreloj de final incierto.

El festejo continuó normalmente y se saldó con el tibio balance de una vuelta al ruedo para El Vinagre, sendas ovaciones para Juan de Félix y dos vueltas al anillo para Leocadio, jefe de filas del banderillero que se debatía entre las orillas de la vida y la muerte mientras se retiraban las cuadrillas. En torno a las once de la noche se supo el fatal desenlace, tres horas después del percance. Soto Vargas había sido sometido a varias transfusiones e incluso había podido ser reanimado después de entrar en parada cardíaca y haber perdido muchísima sangre. Pero finalmente el corazón, que había sido alcanzado por el pitón del novillo, no pudo aguantar más. “Dos cornadas y las dos en el corazón”, señaló Ramón Vila, demudado, al salir del quirófano. Sólo cuatro meses antes un toro de Atanasio Fernández había matado al prestigioso banderillero valenciano Manolo Montoliú en la yema de la Feria de Abril y sólo diez días después de la inauguración de esa Exposición Universal a la que aquella noche triste aún le quedaba un escaso mes para su clausura. Tal y como sucedió en el caso de Montoliú, se improvisó la capilla ardiente en la sala de prensa de la plaza de toros. Volvía a morir un torero y las gentes de luces estaban rotas, inconsolables.

Ramón Soto Vargas, gitano de Camas, había querido ser matador en su juventud aunque acabó encaminando sus pasos a las filas de plata en las que pronto destacó como un sobrio y seguro lidiador y un eficaz banderillero a las órdenes de matadores como Antoñete, Rafael de Paula y Curro Romero. Contaba 39 años, estaba casado y tenía dos hijos.
Veinte años después, su sobrino carnal Alfonso Oliva Soto sigue luchando por abrirse camino como matador de toros. Hace dos temporadas le anunciaron en la plaza de la Maestranza con un corridón del Conde de la Maza. Brindó al cielo y cortó una oreja que sabía a venganza torera.

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