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La sonrisa rebelde

el 04 dic 2011 / 07:26 h.

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¿Qué hace que a un escritor se le lea e incluso se le admire, y a otros en cambio se les quiera? Es un misterio. El Nacional de las Letras que recayó esta semana sobre José Luis Sampedro ha sido jubilosamente celebrado como un premio justo y oportuno: dos cualidades que no suelen coincidir, como tampoco es frecuente ser igual de bueno en letras que con los números. Este caballero lo es.

Barba cana de abuelete, alto, delgado y muy entero para sus casi 95 años, lúcido y bienhumorado a tiempo completo, Sampedro puede presumir de ser de los pocos escritores españoles de los que nadie habla mal... Y no porque los literatos prefirieran verlo como un economista, y los economistas como literato.
Barcelonés de 1917, Sampedro ingresó en 1991 en la Real Academia con un discurso elocuentemente titulado Desde la frontera. En la fronteriza ciudad de Tánger se crió hasta los 13 años. Movilizado por el ejército republicano, desertó y se unió al bando nacional. Después de mucho ir y venir recaló en Madrid, donde trabajaría para el Banco de España y como catedrático de Estructura Económica de la Complutense desde 1955. Las novelas, como se ve, todavía debían esperar un poco más.

Marchó a Inglaterra advertido por las destituciones de Tierno Galván y Aranguren, y formó el Centro de Estudios e Investigaciones Sociológicas junto a éste último y otros cómplices como José Antonio Maravall o José Vidal-Beneyto, un proyecto tan bello como efímero, porque en aquel tiempo ostentaban el poder señores que se echaban mano a la pistola al primer atisbo de inteligencia.

Unos años antes, aquel tipo afable que tenía entre sus alumnos a estudiantes que se apellidaban Solchaga, Boyer, Solbes o Salgado (y que fumaban en los recreos, y hacían rabona, y todavía no soñaban con dirigir el designio del país, y menos casarse con la dama de los Ferrero Rocher), aquel tipo, decíamos, había publicado Congreso de Estocolmo, una hermosa historia de amor entre un profesor español y una chica sueca.
A esta siguieron algunas de las mejores obras que ha dado la narrativa ibérica contemporánea, como El río que nos lleva, Octubre octubre, La vieja sirena, Real sitio y la favorita de la mayoría, La sonrisa etrusca, conmovedor relato que hablaba de vejez y de amor y de lazos familiares en una época, el ecuador de los 80, en la que todo había de ser joven, frívolo y dinámico, es decir, moderno por decreto.

Entre novela y novela, Sampedro iba desarrollando una obra paralela con extraños títulos: Las fuerzas económicas de nuestro tiempo, Inflación: una versión completa, Conciencia del subdesarrollo, ensayos en los que el autor trataba de postular la necesidad de una economía más razonable y humana, frente a la ola de capitalismo salvaje que se avecinaba.

Llegamos así al 2011. El barcelonés es el encargado de prologar un opúsculo, ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel, que pronto iba a convertirse en el misal de una revolución global pacífica pero enérgica, que clama por profundas reformas políticas, sociales y económicas. El prólogo resultó ser lo mejor del libro y a Sampedro, que llevaba décadas defendiendo avant la lettre semejantes reivindicaciones, se le multiplicaron los seguidores. De ahí, sin duda, la alegría unánime que ha suscitado el Nacional de las Letras: hay premios que reconocen a un escritor, y otros que, además, podemos celebrar como si nos los dieran a nosotros.

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