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Las lágrimas de El Lebrijano

"En cuanto me enteré, empezaron a brotarme las lágrimas. ¡Quién nos iba a decir que un gitano iba a llorar por un guardia civil", reflexionaba Juan Peña El Lebrijano, al otro lado del hilo telefónico, en su casa de Lebrija en donde convalece de un arrechucho.

el 15 sep 2009 / 04:59 h.

"En cuanto me enteré, empezaron a brotarme las lágrimas. ¡Quién nos iba a decir que un gitano iba a llorar por un guardia civil", reflexionaba Juan Peña El Lebrijano, al otro lado del hilo telefónico, en su casa de Lebrija en donde convalece de un arrechucho. Y lo hacía pocas horas antes de que trascendiera que en la ciudad italiana de Nápoles ardían las chabolas de varios asentamientos de gitanos procedentes de Rumanía.

Seguro que, al saberlo, volvió a llorar, recordando tal vez cuando, en los años 80, ardían a mansalva las casas gitanas de Loja, de Martos o de Mancha Real. Entonces, aquí, ahora en Italia, eran pobres los que prendían fuego a las viviendas de otros pobres. Hoy, veintitantos años después de aquella oscura historia andaluza, quizá podamos dar lecciones de convivencia a aquella Europa a la que admirábamos antes y que ahora empieza a espantarnos tanto como nosotros le espantábamos a los viajeros románticos.

Si los funerales siempre tienen algo de catarsis colectiva, de luto compartido, el del guardia Juan Manuel Piñuel, enterrado en Málaga el pasado jueves, nos presta algo de consuelo al ver juntos aunque no revueltos a los representantes de los partidos mayoritarios. Qué faltita nos hacía ese duelo compartido pero qué puñetera falta nos hace que la eterna cuestión de la violencia etarra hipoteque la agenda política e informativa de este país, de manera que prestemos más atención a sus crueles mensajes en forma de muerte que a los asuntos que realmente incumben a la mayor parte de los mortales, y nunca mejor dicho: la desaceleración que no cesa, el debate del agua, por ejemplo; la financiación autonómica, los servicios básicos y, cómo no, la búsqueda de un lugar de encuentro entre quienes compartimos un mismo territorio, eso que llamamos inmigración y que constituye, hoy por hoy, una atroz frontera democrática, la que divide a patricios con todos los derechos y a los plebeyos, que a decir de Lorca, hoy más que nunca, no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega.

Porque quizá podamos enseñar a Europa cómo los payos y los gitanos terminaron haciendo las paces en España sobre cinco siglos de persecución. Pero el asunto de los rumanos sigue siendo, para unos y para otros, una asignatura pendiente. No hay más que mirar a Córdoba o a Sevilla y al comportamiento público y privado respecto a esos nuevos andarríos. O no hay más que mirar a Rumanía, el país de la Unión Europea que, por encima incluso de Italia, más desprecia, margina y persigue, hoy por hoy, a sus propios romaníes.

Tengan por seguro que las lágrimas de El Lebrijano y muchos otros zíngaros o castellanos, no son de cocodrilo.

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