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Las personas y las cosas. Riesgos y fracasos

Tenemos millones de jóvenes en España, con edades comprendidas entre los 16 y 35 años, llamando a la puerta, esperando que la sociedad nueva que los jóvenes sí ven, porque la imaginan, se alíe con ellos y puedan tener su gran oportunidad...

el 16 sep 2009 / 02:28 h.

Tenemos millones de jóvenes en España, con edades comprendidas entre los 16 y 35 años, llamando a la puerta, esperando que la sociedad nueva que los jóvenes sí ven, porque la imaginan, se alíe con ellos y puedan tener su gran oportunidad. A pesar de los prejuicios adultos, nuestros jóvenes son tolerantes, solidarios, abiertos, flexibles a las diferencias culturales, generosos, inteligentes, responsables, trabajadores y con unas ansias enormes de vivir, de soñar, de ser felices, con una predisposición extraordinaria para asumir riesgos hasta límites que pudieran parecer, a los que ya no somos tan jóvenes, hasta insensatos. Jóvenes que hacen proyectos y dicen: "como no sabía que era imposible, lo intenté y lo logré".

Frente a la cultura analógica, los jóvenes están inmersos en la cultura digital. En ellos es innata la capacidad de experimentación. Asumen con facilidad el riesgo, sin temor al fracaso, precisamente porque son jóvenes, porque tienen todo el tiempo y están en la edad de aprender y probar de nuevo, una y otra vez si es necesario. Para ellos, el cambio constante y vertiginoso no es una tragedia que los paralice, sino un proceso más, un paso más en su formación y aprendizaje. Para los que ya no somos tan jóvenes y venimos de la cultura analógica, si nos cambian un simple teléfono móvil, nos crean un problema. Para los jóvenes es una oportunidad, una oportunidad más en su cultura digital. Y, además, por si fuera poco, tienen la capacidad, la formación y la imaginación para provocar ellos mismos los cambios.

Hay que promover un gran pacto con la juventud por la nueva sociedad. Ellos ponen su fuerza, su imaginación, su formación, su osadía y su capacidad, y la sociedad, a través de sus órganos de poder, elimina las trabas que impiden que su fuerza, su formación, su imaginación, su osadía puedan desarrollarse y ser útiles para su país y para ellos mismos.

Para ese pacto, sería necesario inocular en la sociedad una nueva concepción del riesgo y del fracaso. Una nueva concepción del riesgo, en una nueva visión social, donde se destruya el horror al error, esa imagen negativa que se tiene actualmente del fracaso. El error debe ser considerado inherente al emprendimiento, beneficioso, necesario para llegar al éxito. En definitiva, debe surgir un nuevo concepto en el que el fracaso sea el éxito del aprendizaje y lo penalizado sea la inactividad, nunca los fallos o los errores. Así lo ven ya, por cierto, muchas organizaciones que han empezado a aplicar los nuevos valores de esta sociedad que nos está llegando. Ya no sólo es importante el conocimiento, sino la osadía, la imaginación y la capacidad de experimentar y asumir riesgos. Poco a poco, la capacidad para asumir riesgos se valora más que la seguridad de quien nada arriesga. Y en una sociedad donde se anula el espíritu de iniciativa, no emerge la cultura del riesgo.

Los jóvenes del primer decenio del siglo XXI -la generación.net- saben que la vida es difícil y que hay que competir para ganar. La masificación de la enseñanza y la escasez de puestos de trabajo les han hecho creer que el trabajo y el éxito se rigen por una lógica meritocrática: vence el que acumula más títulos, mejores notas, un currículum más espectacular. La sociedad competitiva es individualista e injusta. La educación refleja esas injusticias, en un mercado todavía excluyente para muchos. Que la educación, en las sociedades más desarrolladas, se haya extendido a todos los ciudadanos, logrando una escolarización primaria total, no significa que sea justa. La educación no es un servicio que se preste, sino un instrumento de redistribución, de igualdad, de tal forma que se presta siempre, independientemente de cuáles sean las condiciones económicas del país. La concepción del Estado de Bienestar, como una mera prestación de servicios, responde a una típica concepción liberal. La educación es un derecho. Por tanto, no es posible permitir que existan buenas escuelas para los más acomodados y malas escuelas para los menos pudientes.

Hay que invertir en las personas, porque son las que pueden hacer crecer, con sus capacidades, lo que se propongan. Esto puede parecer obvio y, por lo tanto y desgraciadamente, siempre lo obviamos. Estamos en una nueva sociedad y todavía tenemos sistemas demasiado tradicionales. Un ejemplo: los sistemas contables de las empresas siguen considerando gasto social a las personas e inversiones a las cosas. En consecuencia, lo primero que recorta una empresa cuando afronta una crisis son los gastos, es decir, las personas y no las cosas. Y eso, a pesar de que todo el mundo da por sabido que las personas son "el principal activo" de la empresa. Si queremos obtener beneficios a medio plazo en nuestros días, debemos invertir ya en el abono, es decir, en fomentar la capacidad creativa de las personas.

No podemos seguir anclados en los sistemas de la sociedad industrial, cuando se prefería invertir en máquinas que agilizasen el proceso, antes que en personas que lo reinventasen. El valor de la nueva sociedad es el capital humano. Éstos son los ingredientes básicos de la nueva sociedad. Si a la tecnología y al conocimiento le sumamos la diversidad y la tolerancia y a la imaginación le aplicamos el principio de la experimentación, estaremos preparados para esta nueva era.

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