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Los barrotes que sobran en la cárcel psiquiátrica

El hospital penitenciario impulsa que los pacientes salgan a la calle.

el 10 jul 2010 / 18:23 h.

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El Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla tiene un afán: quitar barrotes. Los propios internos de la escuela taller de albañilería están de obras para mejorar el edificio y van a eliminar rejas interiores que se han considerado innecesarias. Pero lo trabajoso es derribar las barreras con las que su enfermedad los aísla de la realidad. El afán por conseguirlo hace que se multipliquen las actividades para que salgan a la calle: visitas a museos, a la playa o a pasear por la ciudad con sus monitores, permisos de distinta duración a cargo de sus familiares y, en el mejor de los casos, plazas en residencias tuteladas según su necesidad.

En torno al 80% de los 184 pacientes que tiene como máximo el hospital sale regularmente a esas actividades, a veces con permisos que duran incluso meses, si los médicos ven que su mal está controlado. El índice de problemas es ínfimo. Entre los internos, apenas un par no sale nunca porque no ha logrado dominar la virulencia de su enfermedad.

El Psiquiátrico acaba de duplicar el número de pacientes que van por las tardes a talleres de informática y actividades similares a cargo de la asociación Asaenes, pasando de 18 a 36. Son clases externas al centro penitenciario que se imparten en la sede de la asociación, la medida más enriquecedora para el enfermo porque le da autonomía, una rutina y contacto permanente con el exterior. Por eso siempre faltan plazas.

En el día a día, el personal sanitario y de vigilancia trabaja para facilitar esa conexión con la sociedad que culmina con sus salidas a la calle, algo difícil si la enfermedad les ha hecho retraerse. Hablan por teléfono con sus familias, reciben visitas, ven la tele, tienen acceso a libros y películas... y los trabajadores les hablan todo el tiempo. Eva, monitora de manualidades, dice que la experiencia le permite adivinar cómo llega cada enfermo a su aula: "Hay días que vienen encerrados en sí mismos y sabes que no van a hacer nada. Ese día hay que insistirles más para que participen".

Sus 15 alumnos pintan peces hechos con globos recubiertos de papel, "porque fuimos a la playa el otro día y les hace ilusión, es algo relacionado con una actividad de fuera". Siempre con música de fondo, los internos utilizan colores brillantes. Eva, que no deja de preguntarles todo el tiempo "porque es importante motivarlos mucho", explica que "aquí se habla de todo, menos de los crímenes, porque eso puede crear tensiones entre ellos". Un portavoz del grupo explica que tardan una semana en hacer la manualidad, y que cuando acabe el curso la regalarán a la familia.

Lo último que transmiten es ansiedad o violencia. Al revés, la medicación los apacigua hasta el extremo. El director del centro, Sergio Ruiz, explica que los trabajadores luchan contra eso estimulándolos a hacer cosas porque, y en esto sí son idénticos a los demás presos, la inactividad y el aburrimiento los llevan a un hastío que es su peor enemigo.
El director insiste en que al contrario que la población general, los enfermos mentales no cometen delitos para lograr algo: el delito es la consecuencia del deterioro que les provoca una enfermedad que atrapa sus vidas.

El perfil es el de un hombre de cierta edad -más de un tercio entre los 41 y los 50 años-; soltero, ya que la enfermedad mental inclina al aislamiento y rompe la capacidad de relacionarse; y con bajo nivel de estudios, a veces porque en su época escolar no estaban diagnosticados y no recibieron atención adecuada. La mayoría ha vivido protegido por su familia y sin ser consciente de su enfermedad hasta que, en un brote, comete un delito grave. En muchos casos, una agresión a un familiar en un momento en que sus delirios les hacen perder la capacidad de razonar. "El mito del enfermo mental que va por la calle y te ataca es eso, un mito", dice el director. "Estas personas, para su desgracia, se van aislando y sus obsesiones son con las personas que tienen cerca". La mayoría de los presos no psiquiátricos, en cambio, lo son por delitos con un móvil económico, como el robo o el tráfico de drogas. Tampoco es cierto que sean agresores sexuales:el porcentaje aquí es del 5%, idéntico al de la población reclusa general.

Al llegar al hospital penitenciario, el enfermo debe ser consciente de lo que le pasa para comprometerse en su tratamiento, no dejar la medicación y aprender a distinguir los síntomas de un brote para evitarlo. "Cuando desaparece la peligrosidad hay que encontrar un recurso fuera para que salga. Ya no tiene sentido que siga aquí", dice Sergio Ruiz.

Sobre la duración de las medidas de seguridad que se les imponen -no son condenas sino años de tratamiento obligatorio-, el director tiene claro que hace falta una reflexión: "Está previsto que el tiempo no sea mayor que la pena que les correspondería si fueran responsables de sus actos -que no lo son, por eso ingresan en el psiquiátrico-. Es decir, si por un homicidio les corresponderían hasta 15 años en la jurisdicción Penal, aquí podrían estar 15 años como máximo. Pero siempre se les aplica el límite máximo", se queja, "les aplican el peso de la ley de forma más contundente que a la población normal".

El director tiene claro que una vez que el paciente logra el control de su enfermedad, la mayoría tiene que estar fuera de esta prisión. Hay enfermos, como Gonzalo (nombre figurado para garantizar su intimidad) que prácticamente no tiene deterioro físico ni mental, pese a su enfermedad. Es un deportista activo y entrena en las instalaciones del centro. Es un hombre despierto y vivaracho que podría encajar en uno de los pisos supervisados de la Junta de Andalucía en los que varios enfermos mentales conviven, con visitas de un monitor una o varias veces al día. Gonzalo podría trabajar con normalidad. Para ello el psiquiátrico forma a los internos en cursos como albañilería y pintura, limpieza de grandes superficies o lavandería, donde los internos que trabajan cobran un sueldo.

Junto a los tratamientos y talleres convencionales, hay iniciativas pioneras que ayudan a los pacientes a mejorar sus habilidades sociales: desde hace años trabajan la emotividad y la responsabilidad con Mora y Rubio, dos perros labradores a cargo de los internos. Las clases de teatro han enseñado a otros a expresarse y abrirse a la gente, y los han llevado de gira por muchas ciudades. Y en 2008 abrió Onda Cerebral, la radio en la que pueden expresarse con libertad. Hoy hay un programa de humor y los internos encadenan los chistes.

Para los que sí han sufrido un deterioro mayor hay opciones: casas hogar en las que los residentes conviven con monitores que tutelan su día a día o comunidades terapéuticas, con más restricciones para salir. Lo peor es que un enfermo acabe el tiempo de internamiento y no haya sitio fuera para él, o que no logre controlar su enfermedad, porque puede acabar con un ingreso forzoso en la unidad de agudos de un hospital. Ante esa opción, Sergio Ruiz tuerce el gesto.

El tratamiento con pacientes deteriorados es duro, pero se aborda con paciencia y tesón. Vicente (nombre figurado) aprende a doblar camisetas en un taller de actividades de la vida diaria que fomenta entre otras cosas la higiene y el cuidado personal. Al principio le cuesta mucho, pero media hora después lo consigue y sonríe. Se vuelve hacia el director y pregunta por las películas que ha encargado. La monitoria explica que seguramente a Vicente se le vuelva a olvidar cómo doblar la camiseta, pero hay esperanza: las películas que ha pedido no se le olvidan. Y por más que el director lo intenta convencer de que vea Sonrisas y lágrimas, él sonríe e insiste: le gustan más las de miedo.

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