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Los curas no se casan con nadie

Vengo de una iglesia y no sé si he asistido a una boda o a un funeral. Las palabras de los curas son como las galletas Cuétara; ya pueden darles las formas que quieran, de mariposa o de florecita, que saben todas a lo mismo. Su discurso está, por lo general, tan emparentado con el frenesí de la arenga, con el calor de la convicción...

el 16 sep 2009 / 08:10 h.

Vengo de una iglesia y no sé si he asistido a una boda o a un funeral. Las palabras de los curas son como las galletas Cuétara; ya pueden darles las formas que quieran, de mariposa o de florecita, que saben todas a lo mismo. Su discurso está, por lo general, tan emparentado con el frenesí de la arenga, con el calor de la convicción y con los emocionados matices del sentimiento como un ornitorrinco tullido con el Réquiem de Mozart.

Tal vez en esta percepción de hoy tuviese alguna culpa la deleznable megafonía católica, que sólo eso ya debería ser causa de un cisma si hubiese algún teólogo lo suficientemente sensato en la sala. Pero lo cierto es que este padre de hoy hablaba de Dios con indolencia; con hartazgo, diríase. Estaba declamando lo de Señor Padre Santo, Dios Todopoderoso y Eterno de tal modo que lo que yo oía era: "Señorita Puri, señorita Puri, acuda a caja parking."

Una desgana que se antojaba particularmente ofensiva para aquellos de los presentes que nunca van a misa (el sector mayoritario, dado el aspecto rebosante del templo), porque es señal de que el regreso al rebaño de esas ovejas descarriadas, que quizá podría lograrse con sólo un poquito de pasión que le pusieran al discurso, les resulta tan indiferente como que las antedichas se despeñen por un precipicio estando en busca de pastos. Eso no es un redil; eso es un coto sin vallar. Dado que para ocupar plaza de párroco no hace falta sacar unas oposiciones, ante tamaña inanidad apostólica la única explicación sensata (el equilicuá, que decía Pío XII o quien fuese) es que los curas no se casan.

Los que defienden a mitra y espada que los sacerdotes deben permanecer célibes se complacen con historias como la sucedida en Barchester en plena época victoriana. Les da igual que esa ciudad ni siquiera haya existido nunca: les basta la palabra del novelista Anthony Trollope para escandalizarse con las luchas intestinas que allí se produjeron entre el clero anglicano para suceder al fallecido obispo, y todo orquestado por sus mujeres.

Estaba la señora del archidiácono Grantly, legítimo aspirante al título; una dama que pese a saber "cómo asumir todos los privilegios de su rango", no llegaba al extremo de avergonzar a su marido. Pero enfrente tenía a esa arpía de la señora Proudie, mujer del obispo electo, quien amén de despótica con su eminente esposo (actitud que se veía constantemente refrendada por sus hijas) era la verdadera cabeza de la Iglesia local; tanto así que decidía las penitencias: "Cualquier actitud casquivana, así como llevar vestidos demasiado cortos durante la semana, es, bajo su supervisión, expiada con tres misas, un sermón vespertino leído por ella misma y la total abstinencia de cualquier entretenimiento el domingo."

Verdadera y literalmente, en Barchester se lio la de Dios. Como se lía, o eso dicen la literatura y el cine, en esas iglesias protestantes donde importa la mujer del predicador, importa el salmo que se canta, importa la gallina que se le lleva al pastor, importa el formidable coro de gordas e importa la palabra de Dios, que se pronuncia con esa reverencia, ese amor y esa hondura sólo perceptibles en los labios de la muy imperfecta, miserable y pecadora gente normal.

Periodista

www.cesarrufino.com

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